🕯️ La Promessa – Anticipaciones: Un trueno rompe el silencio… El regreso de Cruz lo cambia todo

Un estruendo lejano sacude la calma de La Promessa. El sonido seco de los cascos de una carroza atraviesa el empedrado húmedo mientras nubes oscuras comienzan a envolver las torres del palacio. En la bruma densa de ese anochecer, un presentimiento recorre la espalda de los guardias. Un nombre se murmura, como un susurro arrastrado por el viento entre los arcos del patio: Cruz.

Pero Cruz no vuelve como la mujer que todos recordaban. Viste de negro, su rostro cubierto por un velo que esconde más que una mirada: lleva consigo el peso de secretos ocultos, de planes urdidos en la oscuridad, de una sed de justicia —o quizás venganza— que no dejará a nadie indiferente. El ambiente se enrarece. Lorenzo, al verla, aprieta el puño con tanta fuerza que se lastima. La tensión se hace tangible. Detrás de las paredes, ecos de dolor y miedo se mezclan con antiguos deseos de revancha.

El regreso de Cruz sacude cada rincón del palacio. Nada se salva de su mirada inquisitiva. Tras un aparentemente inofensivo cuadro que ordena colgar en un lugar estratégico, se oculta un secreto capaz de derrumbar cualquier lealtad. Una caja cerrada, un nombre pronunciado con frialdad, y una llamada urgente al sargento Burdina, ponen en marcha una maquinaria que ha sido preparada con precisión quirúrgica. ¿Está Cruz buscando justicia… o planeando una venganza devastadora? Lo único claro es que el mundo de La Promessa ya no volverá a ser como antes.

Alonso se encuentra en la entrada principal. Su figura erguida, aferrado a su bastón, parece más una estatua que un hombre. Cuando ve descender a Cruz de la carroza, duda entre darle la bienvenida o rechazarla. Ella pisa el suelo con firmeza, como si retomara lo que le pertenece. Su mirada se dirige a la fachada del palacio: fue su hogar, y quizás, lo será otra vez. Pero ya no lo contempla con cariño; lo hace con frialdad y orgullo herido.

El encuentro entre Cruz y Alonso está marcado por una tensión silenciosa. Sus miradas se encuentran en un diálogo sin palabras. Pero la verdadera grieta se abre cuando aparece Manuel. Su rostro refleja todo el dolor acumulado por noches de rabia y pérdidas. Cruz rompe por un instante su compostura de marquesa y le extiende la mano con un temblor apenas visible. “Hijo mío”, le dice, como si tratara de aferrarse a un recuerdo. Pero Manuel no responde con amor. Su voz, dura y quebrada, corta el aire: “No me llames así”.

La herida está abierta. Cruz intenta explicarse, negar lo que se dice de ella. Menciona a Anne… y en ese instante todo cambia. Manuel, con los ojos cerrados, lucha por contener las lágrimas. Cuando los abre, hay dolor, sí, pero también una rabia que no perdona. “Demuestra que no fuiste tú”, le exige. “Hasta entonces, no eres nada para mí”. La deja sola, con la mano aún extendida, congelada por el rechazo. Cruz apenas respira. Y cuando murmura “Hijo mío” una vez más, el viento se encarga de apagar sus palabras.

Los días siguientes son un campo de minas. Cada paso de Cruz en los pasillos provoca murmullos, miradas de temor y hostilidad. Pero la enemistad más evidente se manifiesta en los ojos de Leocadia. Para ella, Cruz representa una amenaza directa al poder que ha construido durante su ausencia. Cree que Cruz debería haber permanecido encerrada para siempre.

El primer enfrentamiento ocurre en la sala principal. Cruz ordena que se coloque el cuadro misterioso en un lugar destacado. Leocadia, vestida con impecable elegancia, entra con una sonrisa venenosa y lo cuelga sin vacilar. “No necesito sentirme dueña de esta casa”, dice Cruz con voz firme. “Lo soy. Siempre lo he sido”. Pero Leocadia se acerca lentamente, sus tacones golpeando el mármol como un reloj que marca la cuenta regresiva hacia el caos.

“Siempre lo has sido…”, responde Leocadia, casi en un susurro cargado de ironía. “Veremos por cuánto tiempo más”. La amenaza está implícita. Leocadia se ha ganado la confianza de todos, incluso del marqués. Insinúa, sin ocultar la intención, que muy pronto ocupará el lugar de Cruz. Que el título de marquesa pasará a ser suyo.

Cruz la enfrenta con una mirada gélida. “¿Qué estás tratando de decir?”, lanza con voz cortante. Leocadia le deja claro que Alonso ya no está solo. Que alguien debe controlar el palacio… y ese alguien será ella. Cruz, imperturbable, responde: “No eres más que una invitada molesta. ¿Crees que con chantajes y secretos lograrás quitarme lo que es mío? Nunca”.

Las palabras entre ambas son cuchillas. El ambiente se enrarece. Las tensiones acumuladas durante años de rencores, ambiciones y traiciones estallan. La corte de La Promessa se convierte en un ajedrez de intrigas, donde cada movimiento tiene consecuencias imprevisibles.

Leocadia sonríe con sarcasmo: “Estás sola, Cruz. Manuel te desprecia. Lo he visto en sus ojos. Te odia”. Las palabras calan hondo. Cruz siente cómo esa herida se convierte en humillación. Pero no se deja vencer. Alza la cabeza, su mirada arde de furia contenida. “Puedes intentarlo las veces que quieras. Siempre volveré. Y te destruiré”.

El eco de esa promesa resuena por los pasillos. Pia, que escucha desde la distancia, traga saliva, consciente de que algo grande está por estallar. El palacio entero lo percibe. La tensión es insoportable. Cada comida se convierte en una batalla campal disfrazada de cena formal. Cruz critica, Leocadia replica. Y luego, en la penumbra de la noche, Leocadia convoca a los criados a su habitación en reuniones secretas.

Los pasillos se llenan de murmullos, pasos sigilosos, cortinas que se agitan sin razón aparente. Una noche, Cruz grita desde la galería: “¿De verdad crees que tienes poder aquí?”. Leocadia responde con la calma cruel de quien se siente invencible. La escena termina en una lluvia de amenazas, palabras afiladas y miradas que podrían matar.

Y mientras todo esto ocurre, Cruz sigue sangrando por dentro. El rechazo de Manuel es su herida más profunda. Pero no se rinde. Hará lo que sea para recuperar el amor de su hijo. Aun si eso implica destruir todo lo que se interponga entre ellos.