Mañana en La Promesa: El cuadro de Cruz seguirá desatando caos y tensión
La jornada que se avecina en La Promesa promete estar cargada de emociones intensas, secretos enterrados y relaciones al borde del colapso. El misterioso cuadro que ha causado tanto revuelo entre los habitantes del palacio continúa siendo el centro de todas las miradas y, sobre todo, de todos los temores. Desde el escalofriante desmayo de Martina, los rumores sobre la naturaleza oscura de la pintura no han hecho más que aumentar, alimentando una inquietud colectiva que atraviesa tanto a la aristocracia como a los sirvientes.
Todos en la casa, sin excepción, parecen afectados por la presencia de esa imagen, como si ejerciera un influjo extraño, casi hipnótico, que altera los nervios y despierta pensamientos oscuros. Aunque nadie se atreve a decirlo en voz alta, hay más de uno que siente un deseo incontenible de destruirla, de hacerla desaparecer para siempre. Sin embargo, en medio de este ambiente de paranoia, solo Lorenzo y Jacobo muestran una actitud diferente. Lejos de temerle, observan la pintura con agrado, como si les evocara recuerdos agradables o reforzara su posición en el entorno familiar.
Petra, por su parte, se mantiene en silencio, pero no indiferente. La presencia del cuadro parece haber removido en ella emociones del pasado, momentos vividos junto a la marquesa que ahora regresan con fuerza. Mientras tanto, Alonso, tan contenido como siempre, muestra una grieta en su fachada habitual: al detenerse frente al retrato de Cruz, no puede evitar quebrarse, como si esa mirada inmóvil de su esposa reflejara todo lo que ha callado durante años. El peso del pasado, la culpa y el resentimiento se condensan en un instante de profunda vulnerabilidad.
En el ala familiar, Martina continúa con su empeño por recomponer la relación con Catalina. Quiere cerrar el doloroso capítulo que se abrió con su acusación sobre la maternidad de su prima. Pero Catalina, firme y herida, no está dispuesta a olvidar. Las palabras de Martina resonaron demasiado fuerte, y dejaron una cicatriz difícil de borrar. A pesar de los intentos de acercamiento, la marquesa deja claro que entre ellas ya no hay confianza, y que el perdón no es algo que se pueda forzar.
Como si eso no fuera suficiente, Catalina enfrenta también un momento delicado con Adriano. Su matrimonio atraviesa una fase crítica. Las diferencias entre ambos se acentúan, y cada discusión parece aumentar la distancia. Adriano se siente cada vez más relegado, como si su opinión no tuviera peso en las decisiones importantes del hogar. Catalina, por su lado, se muestra inflexible, incapaz de ceder o de abrirse al diálogo. Las grietas en su relación amenazan con convertirse en una ruptura definitiva.
En otro rincón del palacio, Pía comete un descuido aparentemente menor, pero con consecuencias inesperadas. Se olvida de entregarle a Cristóbal una carta de gran relevancia, lo que desata una reacción exagerada por parte del mayordomo. Su ira es desproporcionada, y aunque trata de mantener las formas, no logra disimular su molestia. Curiosamente, justo antes de estallar, había encargado a Pía que impregnara el palacio con un nuevo aroma, específicamente de lavanda. Un detalle aparentemente insignificante que podría cobrar importancia más adelante.
En el hangar, lejos del torbellino emocional del palacio, Toño vive momentos de ensueño junto a Enora. Sus encuentros están teñidos de una ternura casi infantil, propia de los primeros pasos del amor. Manuel, pese a estar visiblemente afectado por todo lo que ocurre a su alrededor, encuentra fuerzas para animar a Toño, mostrándose generoso y protector. Su actitud revela una madurez creciente y una empatía sincera, incluso en medio del dolor que arrastra.
Mientras tanto, Manuel sigue manteniendo conversaciones con Leocadia acerca de la posible venta de su empresa. Aunque la propuesta de ella resulta tentadora, hay algo que le inquieta. A Manuel le preocupa perder el control creativo y ceder por completo su proyecto, pero Leocadia le promete que él continuará siendo el director creativo con plena autonomía. Sin embargo, hay un detalle que ella oculta: antes de presentarle la oferta, había hablado con Pedro Farre. Una información que, por ahora, prefiere reservarse.
La tensión emocional alcanza su punto más alto cuando Manuel se sincera con Curro. Le confiesa lo profundamente perturbado que se siente por el retrato de su madre. En algunos momentos de soledad y confusión, ha llegado incluso a hablarle, como si esperara que Cruz le respondiera desde el otro lado del lienzo. La pintura se ha convertido en una presencia asfixiante para él, una fuente de angustia que no consigue apartar de su mente.
Y entonces ocurre lo impensable.
Cuando nadie lo espera, el cuadro desaparece. Sin previo aviso, sin testigos, sin explicaciones. La pintura se esfuma de su lugar habitual, y poco después, comienzan a circular rumores de que ha sido destruida. Nadie sabe quién fue el responsable ni cómo lo hizo, pero lo cierto es que el “retrato maldito” ha sido eliminado. ¿Fue un acto de desesperación? ¿Un intento de proteger a alguien? ¿O tal vez de ocultar un secreto que la imagen simbolizaba?
El misterio está servido. La atmósfera en La Promesa se torna aún más densa. Todos miran a su alrededor con recelo, buscando al culpable entre sus filas. El temor se mezcla con la curiosidad y la culpa. La desaparición del cuadro no solo deja una pared vacía, sino también un cúmulo de sospechas que amenazan con romper los frágiles equilibrios del palacio. Lo que parecía un simple objeto decorativo ha demostrado ser mucho más: una bomba emocional y simbólica que acaba de estallar.
Esto es solo una muestra de lo que se vivirá mañana en La Promesa, una jornada que promete revelar verdades ocultas, despertar rencores antiguos y poner a prueba los lazos más profundos. El enigma del cuadro recién comienza.