La Promesa, avance del capítulo 648: El cuadro maldito desaparece… y alguien lo ha destruido
Una tormenta se aproxima sobre La Promesa, tanto en el cielo como entre sus muros. El estruendo lejano de un trueno rompe el silencio, mientras los cascos de una carroza golpean con fuerza las piedras mojadas del sendero. La atmósfera se carga de electricidad y misterio. Los criados se estremecen sin razón aparente, aunque un nombre flota en el ambiente: Cruz. Pero la mujer que regresa no es la misma que partió. Su rostro cubierto y su mirada llena de secretos anuncian que nada volverá a ser como antes.
Cruz vuelve a la finca como una sombra del pasado, pero con un aura imponente. Lorenzo, que la contempla desde la distancia, aprieta los puños, su alma envuelta en pensamientos de venganza. La tensión se instala de inmediato. Todo lo que parecía asentado empieza a tambalearse. Los susurros se propagan: hay un secreto escondido en un cuadro, un secreto capaz de destruirlo todo.
En el centro de esta tormenta se encuentra una caja misteriosa, un nombre pronunciado con frialdad y un plan que se ejecuta bajo la mirada de todos, pero sin que nadie lo advierta. ¿Qué es lo que contiene realmente ese cuadro? ¿Por qué han llamado con tanta urgencia al sargento Burdina? ¿Es justicia lo que se busca… o venganza?
Mientras el misterio crece, Alonso espera en la entrada principal. Apoya su bastón con firmeza, pero su rostro oscila entre la gratitud y la desconfianza. Cruz desciende de la carroza vestida de negro como una reina herida. Su presencia es tan majestuosa como distante. Cuando pisa el suelo del patio, su mirada se clava en la fachada del palacio. Nostalgia, orgullo y resentimiento conviven en sus ojos. Esta era su casa, pero ahora se presenta ante ella como una intrusa.
Alonso la recibe con voz contenida. No sabe si debe acogerla o rechazarla. En ese momento, las puertas se abren y aparece Manuel. Su rostro está marcado por el dolor y el insomnio. Cruz lo mira con ternura y por un instante se permite sonreír, extendiéndole la mano con una frágil esperanza. “Hijo mío”, le dice. Pero Manuel no responde con cariño. “No me llames así”, le espeta con voz dura. El gesto de Cruz queda suspendido en el aire. “Sé que estás enfadado… pero yo no hice lo que dicen. Nunca podría”, intenta explicar entre lágrimas contenidas.
Pero Manuel la detiene de inmediato. “No pronuncies su nombre. Demuéstrame que no fuiste tú. Hasta entonces, no me llames hijo”. Sus palabras caen como cuchillas. Cruz siente cómo se le parte el corazón, pero no derrama ni una lágrima. Manuel se aleja sin mirar atrás. Y Cruz queda sola en el patio, ahogada en un silencio roto solo por el viento.
Los días siguientes, la presencia de Cruz se convierte en una chispa en un campo de pólvora. Cada sala que pisa, cada pasillo que atraviesa, se llena de miradas divididas entre respeto, miedo y rencor. Pero quien no oculta su desprecio es Leocadia. Para ella, Cruz representa una amenaza directa al poder que ha construido. En su opinión, Cruz debería seguir entre rejas.
En cada encuentro entre ambas, la tensión se puede cortar con un cuchillo. Cruz, decidida a reivindicar su lugar, ordena que el misterioso cuadro sea colgado en un lugar visible, como símbolo de su autoridad. Leocadia, vestida con su perfección habitual, se encarga personalmente de colgarlo, no sin añadir comentarios envenenados. “No necesito sentirme dueña de esta casa. Lo soy. Siempre lo he sido, y nada de lo que hagas lo cambiará”, declara Cruz con firmeza.
Leocadia no se deja intimidar. Se acerca con paso firme, el taconeo resonando sobre el mármol. Con voz seductora y venenosa, le susurra: “Veremos por cuánto tiempo. En tu ausencia, gané la confianza de muchos… incluso del marqués. Muy pronto, conquistaré todo lo que fue tuyo”. Cruz la observa con frialdad antes de responder: “¿Qué insinúas exactamente?”. Leocadia, con una sonrisa letal, lanza una advertencia clara: Alonso no estará solo por mucho tiempo, y el título de marquesa pronto cambiará de manos.
Los días en la finca se convierten en una batalla silenciosa entre ambas mujeres. Durante las comidas, Cruz pide platos que Leocadia critica sin piedad, buscando la mínima falla. Leocadia convoca reuniones secretas con los sirvientes durante la noche. Los pasillos se llenan de rumores, pasos furtivos y miradas inquisitivas. Una noche, Cruz estalla: “¿Crees que tienes poder aquí, Leocadia? Yo tengo más”. La discusión se convierte en un duelo de miradas y palabras afiladas.
Mientras tanto, Cruz lucha por recuperar la relación con Manuel. Las palabras de su hijo aún la hieren, pero ella no se rinde. Intenta acercarse, recordarle su amor, sus momentos juntos. Pero Manuel sigue frío, incapaz de perdonarla.
La tensión alcanza su punto máximo cuando el cuadro desaparece misteriosamente. Todos en la finca entran en pánico. ¿Quién lo ha robado? ¿Por qué? ¿Qué contenía realmente esa pintura? El sargento Burdina es convocado con urgencia. Lo que parecía un simple objeto decorativo se revela como una pieza clave en un complot que podría destruir reputaciones, alterar lealtades y desenterrar verdades que muchos preferían ocultas.
En medio de este caos, Cruz se enfrenta al peso del pasado y a la lucha por el control del presente. La finca es ahora un tablero de ajedrez donde cada movimiento es calculado. Leocadia no se detendrá hasta usurpar su lugar. Manuel, herido y confundido, se debate entre el amor filial y la sed de justicia.
Nada será como antes. La Promesa está al borde del abismo. La desaparición del cuadro maldito es solo el principio. La verdad saldrá a la luz, aunque eso signifique destruirlo todo.