La Promesa: Adriano y el Retrato Maldito de Cruz
En el episodio más reciente de La Promesa, un nuevo frente emocional se abre al enfocarnos en Adriano, quien se encuentra irrevocablemente atrapado en el caos que ha desatado la destrucción del retrato de doña Cruz. Lo que en apariencia parecía un incidente más en la caída del orden en la finca, toma una dimensión completamente distinta cuando se revela el impacto que ha tenido esta pérdida simbólica en Adriano, la persona más inesperada y silenciosa del núcleo familiar.
Desde el primer momento, Adriano vive en una tensión interna que pocos notan. Es un hombre práctico, centrado en conservar el legado tangible de la familia y asegurar el funcionamiento de la finca. Ver cómo ese retrato, símbolo de autoridad y respeto, aparece destruido lo descoloca. Pero más que eso, lo arranca de su zona de confort emocional: Cruz representaba, de algún modo, la estabilidad y la estructura que mantenía unido el entramado por el que él ha luchado tanto.
Una de las escenas más significativas muestra a Adriano caminando por los pasillos, frunciendo el ceño sin saber cómo albergar la mezcla de dolor, desconcierto y nostalgia que siente, pero que no puede expresar. Para él, esa imagen que quedó hecha trizas no solo es una pérdida artística, sino el colapso de lo que él mismo representa: orden, responsabilidad y trabajo silencioso. Ver el óleo destrozado en el suelo es como ver la fractura de todo lo que había construido.
Catalina, consciente de su sufrimiento, lo busca en la cocina cargando con su propio dolor. Sin embargo, cuando ella intenta consolarlo con palabras de apoyo, Adriano se contiene. No por frialdad, sino por la imposibilidad de traducir en palabras lo que realmente le duele. Ese retrato era mucho más que una pintura: era un símbolo de la casa, del linaje y de una autoridad que ahora se sella para siempre en polvo.
Mientras tanto, la tensión entre él y Leocadia, manipuladora astuta y siempre presente, se enciende aún más. Ella insiste, con una sonrisa fría, en que “un simple cuadro” no debería alterar a nadie. Pero en realidad sabe cómo golpear donde más duele: como buen estratega, presiente que el retrato era uno de los últimos muros de contención para Adriano frente al caos que acelera la finca incluso desde la ausencia física de Cruz.
Adriano se enfrenta también a una tormenta de miradas acusadoras. Alonso desconfía de todos, incluso de su propia sangre, y eso hace que Adriano empiece a cuestionarse si alguien dentro de la familia ha querido abrir esa herida, exponer sus inseguridades y quebrar su aparente calma. En una conversación íntima con Curro, confiesa que a veces teme convertirse en el símbolo que reprocha: alguien más dispuesto a cerrar puertas que a construir puentes.
El punto de quiebre llega cuando se entera de que Leocadia ha propuesto vender la empresa. Es un golpe inesperado que no solo tiene repercusiones económicas, sino simbólicas. Adiós a las raíces, adiós a la tradición y a las reconstrucciones que él quería fomentar desde abajo. Ese plan lo deja paralizado. Lo ha construido todo con sus manos, en silencio, y ahora ve cómo todo está en juego.
El episodio culmina en una secuencia tremendamente simbólica: Adriano entra en el salón, contempla los restos del retrato de Cruz—esos jirones que alguna vez fueron pinceladas—y, por un instante, se derrumba. Las palabras se le quedan atascadas, pero su corazón late con una combinación de dolor hacia la madre fallecida y rabia contenida por la manipulación que percibe en quienes ahora buscan el control. Ni siquiera puede llorar abiertamente. Ese silencio duele más que cualquier grito, y será la semilla de un despertar que lo llevará a tomar una decisión determinante en los próximos capítulos.
Este episodio explora cómo un hombre firme y tranquilo puede ser desarmado por algo que a otros parecería insignificante: una pintura rasgada. Porque no se trataba solo de Cruz, sino de lo que ella decía al estar presente. Y ahora, con esa voz rota, Adriano ya no es el mismo. Esta destrucción no solo acaba con un retrato… quiebra aquello que lo mantenía en pie.