Spoiler – El peso del cuadro y las viejas heridas
La tensión en el palacio se siente más espesa que nunca, y no es casualidad. Todo parece girar en torno a un elemento que, aunque inanimado, ha removido las emociones de todos: un retrato que no debería estar allí. Su presencia, lejos de ser decorativa, actúa como un catalizador de viejas heridas y resentimientos que parecían, si no cerrados, al menos contenidos.
La escena comienza con un saludo entre dos personas que se conocen bien. Una de ellas, perceptiva, nota al instante que algo no anda bien. El semblante sombrío del otro no deja lugar a dudas: hay tristeza, incomodidad y un peso en el pecho que no se puede disimular. Al principio, se intenta esquivar el tema, pero pronto se nombra lo inevitable: el cuadro.
No es el lienzo en sí, ni siquiera la técnica del pintor, lo que inquieta, sino lo que simboliza y lo que ha traído consigo. Desde que fue colocado en el salón, la atmósfera ha cambiado. No se trata de una pieza más de la decoración; es un recordatorio constante de una persona que marcó la vida de todos para mal.
Curro confiesa que no soporta pasar por delante del retrato y ver el rostro de Cruz. Cada mirada que le dirige le trae de golpe recuerdos amargos, de dolor y de injusticia. No es solamente el pasado lo que duele, sino la realidad presente: su silencio ha contribuido a que Cruz esté en prisión por un crimen que, en el fondo, él sabe que no cometió. Esta confesión sorprende a su interlocutora, que lo mira incrédula.
Ángela no entiende cómo puede sentir compasión por alguien que tantas veces demostró no tenerla con los demás. Para ella, el hecho de que Cruz no haya matado a cierta persona no la convierte en inocente; hay una larga lista de delitos y crueldades que la mujer ha cometido. Entre ellos, el más imperdonable: acabar con la vida de Tomás el día de su boda. Es imposible olvidar algo así, y menos aún perdonarlo.
Curro escucha en silencio, asintiendo, reconociendo que esos recuerdos también lo persiguen. Sabe que Cruz hizo sufrir a Hann, que la humilló y la desprecio abiertamente, que la trató como si fuera menos que nada. Esa actitud, sumada a otras acciones, la pintan como una persona capaz de lo peor. Y aunque insiste en que en el caso de Hann el capitán actuó solo, no descarta que Cruz pudiera haber sabido lo que iba a ocurrir y simplemente no hiciera nada para evitarlo.
La conversación se torna más intensa. Ángela no puede concebir la idea de que Curro, aun conociendo todo lo que sabe, pueda ver a Cruz como una víctima. Para ella, eso sería traicionar la memoria de quienes sufrieron por su culpa. Su tono firme y su convicción buscan sacudirlo, recordándole que el pasado está lleno de pruebas de que Cruz no merece compasión.
Él, resignado, admite que tal vez está dejando que la duda y la culpa lo consuman. Reconoce que, aunque en este caso Cruz no haya sido la autora material, sus manos no están limpias. Hay demasiados fantasmas en torno a su figura.
Ángela remata con frialdad: Cruz está exactamente donde debe estar, tras las rejas, y lo mejor sería que nunca recupere la libertad. Su encarcelamiento es, a su juicio, un acto de justicia que debió llegar mucho antes. Incluso fantasea con lo que hubiera sido de la familia si la hubieran apartado años atrás: quizás habrían conseguido ser un verdadero hogar, libre de intrigas, manipulación y tragedias.
La música de fondo, tenue y melancólica, subraya el clima emocional del momento. Hay un silencio que pesa tanto como las palabras que se han dicho. Ninguno de los dos ignora que, pese a la firmeza de sus posturas, la herida que ha abierto ese cuadro seguirá supurando mientras siga colgado en el salón.
Y aunque tratan de convencerse de que “todo está bien como está”, la realidad es otra: la presencia del retrato mantiene vivo un pasado doloroso que amenaza con seguir enturbiando el presente. El palacio, ya cargado de tensiones por otros conflictos, ahora late al ritmo de un rencor que no encuentra reposo.
La conversación termina sin un acuerdo, pero con una certeza compartida: ese cuadro no debería estar ahí. No es solo una pintura; es un símbolo de todo lo que se perdió, de las traiciones sufridas y de las vidas destrozadas. Mientras siga ocupando un lugar tan visible, será imposible que las viejas heridas cicatricen.
El espectador, testigo de este intercambio, queda con la sensación de que el retrato será mucho más que un objeto decorativo en los próximos acontecimientos. Su sola existencia parece ser un detonante que, tarde o temprano, provocará un nuevo estallido en “La Promesa”.