Spoiler – El retrato, viejas heridas y tensiones de pareja
En uno de los salones del palacio, un hombre permanece pensativo, con la mirada perdida, ajeno por completo al bullicio que lo rodea. Catalina, al verlo tan concentrado, le pregunta en qué está pensando. Él, con un suspiro, admite que su mente está atrapada en un solo pensamiento: el retrato de la señora Márquez.
Ese cuadro, aparentemente inocente, ha removido las aguas más turbias del lugar. No es un secreto que la imagen de la difunta provoca un rechazo visceral en muchos, y él recuerda que fue de los primeros en sentir ese desagrado profundo. La tensión es palpable; todos están alterados desde que el retrato llegó, como si su mera presencia trajera consigo viejas ofensas.
Catalina reconoce que no conoció demasiado a la señora Márquez, apenas un contacto fugaz, pero suficiente para formarse una opinión. Lo poco que compartieron le bastó para que no le gustara nada, aunque se trate solo de una cena en común. Esa única velada dejó una marca amarga: fue humillada delante de otros, un gesto que no olvida.
Su esposo, sin embargo, le recuerda que lo suyo fue un mal rato aislado. Él, en cambio, tuvo que soportar a esa mujer durante años. La conoció en su faceta más hiriente, soportando sus burlas y desprecios constantes. Catalina, en el fondo, se alegra de no haber tenido que convivir con semejante presencia.
Entre bromas amargas, imaginan lo que habría ocurrido si la señora Márquez hubiera vivido para verlos casados. Coinciden en que probablemente habría intentado separarlos, quizá de forma cruel. Él bromea diciendo que para “despedazarse” no necesitan a nadie más, pero Catalina no ve gracia en el comentario. Lo acusa de quitarle peso a un tema serio.
Él responde que precisamente ese es el problema: lo que ocurre es importante. Y, como muestra de las grietas en la relación, menciona que duermen en habitaciones separadas. Catalina, inquieta, le dice que lo único que quiere es arreglar las cosas, que no estén enfadados.
Pero él siente que su esposa no comprende del todo lo que significa su nueva vida. Le explica que pasar de ser un humilde labriego a vivir en un palacio, y encima ser nombrado conde, no es algo que se asimile de la noche a la mañana. Catalina insiste en que sí lo entiende, que ha tenido paciencia con él. Sin embargo, su tono suena condescendiente, y él se lo hace notar con ironía, agradeciéndole por su “comprensión” hacia un campesino.
Ella protesta, asegurando que no lo trata así, pero él no lo ve igual. Afirma que Catalina ha adoptado una actitud que roza el menosprecio, como si él no tuviera capacidad para pensar por sí mismo. Lo acusa de tomar decisiones unilaterales que afectan no solo a él, sino también a sus hijos, sin darle voz ni voto.
El ejemplo más claro —y que aún le duele— fue cuando Catalina amenazó a su padre con abandonar La Promesa sin consultarlo antes. Ella se defiende, pero él insiste en que en un matrimonio esas decisiones se toman juntos. No es un tema menor, y por eso no dejará de recordárselo.
Catalina, harta de escuchar la misma queja, le pide que deje de recriminárselo. Él, en cambio, asegura que no puede hacerlo porque teme que, en cuanto se distraiga, ella vuelva a actuar de la misma manera. Ella lo acusa de querer predecir el futuro, pero él responde que no es clarividencia, sino experiencia: sabe cómo suele actuar.
Con una mezcla de frustración y tristeza, le recuerda que no es un simple peón que ella pueda mover a su antojo. No quiere ser tratado como alguien sin voz, sin derecho a decidir sobre su propia vida. El silencio que sigue es denso, y la música de fondo acentúa la tensión emocional del momento.
No se trata solo de un desacuerdo sobre el retrato o la señora Márquez. Ese cuadro se ha convertido en un símbolo que refleja las diferencias más profundas entre ellos: el choque entre el mundo humilde del que él proviene y la vida noble y llena de protocolos en la que Catalina siempre se ha movido con soltura.
El retrato, colgado en un lugar tan visible del palacio, actúa como un recordatorio constante de las divisiones sociales, de los desprecios del pasado y de las inseguridades que él siente en este nuevo entorno. Para Catalina, quizá es solo un objeto incómodo, pero para él es un golpe directo a la dignidad que lleva tiempo intentando consolidar.
La conversación no termina con un acuerdo ni con una reconciliación. Ambos quedan atrapados en una espiral de reproches y heridas no cerradas. Lo que empezó como un comentario sobre un cuadro termina revelando el verdadero conflicto: la lucha por encontrar un equilibrio entre dos mundos tan distintos que, aunque ahora comparten un mismo techo, parecen seguir separados por una distancia invisible.
Mientras la cámara se aleja, el retrato permanece en su lugar, impasible, como si supiera que seguirá siendo el epicentro de tensiones que aún no han terminado de estallar en “La Promesa”.