La promesa avances.
Prepárense porque lo que viene en los próximos episodios de La Promesa va a dejarles sin aliento. Adriano superará todas las expectativas al desvelar un secreto capaz de cambiar para siempre el destino del varón de Valladares.
Todo comienza con el inesperado rugido de una berlina negra que rompe el silencio del palacio. La grava vuela y los sirvientes contienen la respiración mientras el varón, cubierto por un oscuro abrigo, baja sin saludar y ordena a Cristóbal que convoque de inmediato al marqués Alonso. Con el corazón en un puño, Alonso desciende las escaleras, enfrentando antiguas rivalidades y miedos que aún laten bajo la superficie. Mientras tanto, Adriano observa cada detalle, recoge susurros e indicios hasta que, con una mirada y una nota furtiva, descubre el motivo oculto del varón: una verdad inconfesable que trastocará todas las alianzas.
Con una arrogancia desafiante, el noble se instala en el salón principal sin esperar que le ofrezcan asiento. Deja su sombrero de copa sobre la mesa de caoba, señalando con desprecio a los sirvientes uniformados. Gruñe con desdén: esta casa parece ignorar por completo su propio destino. Se dirige a Alonso y le advierte que debe tomar la decisión correcta respecto a su hija Catalina. Si no cumple con sus condiciones, hará valer las cláusulas económicas de un contrato antiguo que le da el poder de destruir todos los proyectos del marqués.
Sin darle tiempo a replicar, ordena que Catalina sea confinada al aislamiento en la residencia campestre. Pero justo entonces, Adriano irrumpe con paso firme, interrumpe la escena y presenta ante todos un documento reservado. En él se prueba que, años atrás, Valladares desvió fondos destinados a reconstruir una escuela para apostar en la bolsa, un acto de traición que, respaldado por correspondencia diplomática recuperada por Adriano, podría costarle al varón su título y enfrentar un proceso penal por apropiación indebida.
La acusación deja al varón pálido y descompuesto, mientras todos los presentes —desde escuderos hasta damas de la corte— presencian en silencio la humillación pública de un hombre que hasta entonces ejercía un poder incontestable.
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Mientras tanto, Catalina, ajena a todo, recibe en el vestíbulo las burlas venenosas del varón. Él se burla de su condición, de que lleva en brazos a dos bastardos y de que un plebeyo la acompaña, pero ella responde con valentía y orgullo: “Vosotros, con vuestros títulos impuros y el alma mustia, valéis menos que todos nosotros juntos.”
Adriano intenta calmar la tensión sujetándola del brazo, pero ella lo rechaza con firmeza: “No pertenezco a la vieja guardia, nunca inclinaré la cabeza. Soy hija de esta familia y de su futuro, no de vuestras leyes arcaicas.”
Un destello de orgullo cruza su mirada y el varón, volviéndose con desprecio, advierte: “Veremos cuánto tiempo mantienes esa pose, niña.”
Ese instante culminante, donde la tensión entre clases sociales, la lucha por la modernidad y un amor indestructible se entrelazan, confirma que La Promesa es un fascinante retrato de las contradicciones sociales y familiares de la época. Un drama de poder y corazón que sigue sorprendiendo episodio tras episodio.
En los silenciosos pasillos del palacio, bajo los candelabros de cristal y sobre los tapetes persas, una atmósfera de hostilidad venenosa se desliza en cada reunión de la corte. Durante las cenas oficiales, las damas cuchichean entre sorbos de ponche especiado, dejando caer comentarios velados sobre la presencia asfixiante del varón de Valladares, capaz de convertir cualquier celebración en un campo de batalla silencioso.
Manuel mantiene un porte distante, pero no puede evitar notar la inquietud en la mirada de Pía, la institutriz de los herederos, quien confiesa que su padre debería haber reaccionado a tiempo, antes de que el veneno se volviera irreversible, presagio de una tragedia inminente.
Una tarde de domingo, el cielo se cubre de nubes amenazantes y la lluvia golpea los vitrales mientras los truenos retumban en los corredores vacíos. Cristóbal, tratando de ser discreto, entrega a Alonso una carta sellada con el emblema de Valladares y se dirige al estudio del varón: una biblioteca repleta de libros encuadernados en piel y antiguos mapas.
Allí, tras un pesado escritorio de nogal, el varón arroja sobre la mesa tres fardos de documentos sellados y anuncia un contrato que involucra a tres casas nobles italianas, dos lucrativas rutas comerciales y un patrimonio capaz de restaurar la antigua gloria de los Luján. A cambio, exige que Alonso ordene el alejamiento de Catalina del palacio, amenazando con transferir todos los privilegios a los condes de Fuente Oscura si se niega, condenando así a su familia a una lenta decadencia.
Aquella noche, Alonso vaga sin dormir por los pasillos, entre puertas entreabiertas, impregnado del olor a cera fresca y polvo antiguo. Asediado por recuerdos de su esposa fallecida y las caricias de sus gemelos, siente cómo la sombra del varón amenaza con devorar el futuro de los Luján.
Al amanecer, con el pecho oprimido por la culpa, Alonso llama a Catalina a la biblioteca principal, rodeada por estanterías dedicadas a las grandes dinastías europeas. Ella, con el rostro aún húmedo por el baño de los gemelos, pregunta si todo está bien, y Alonso, bajando la mirada, le revela la propuesta del varón: trasladarse temporalmente a la hacienda de Salamanca en busca de paz.
Catalina, con un rostro marcado por la amargura, pregunta si la están expulsando y, ante las dudas de su padre, responde con dignidad herida que partirá no por voluntad ajena, sino porque no tolera un respeto intermitente.
Horas después, mientras el varón brinda en secreto con Leocadia, Catalina prepara su partida con la ayuda de Adriano y los criados leales. Guarda en un cofre de madera su collar de perlas, libros de versos españoles y el retrato en miniatura de su madre, arropada por Loe, María, Simone y Pía, provocando la desaprobación de Petra.
En el patio, el chirrido de los neumáticos de la berlina antigua rompe el silencio. Los gemelos duermen ajenos entre las caricias de Simona. Al subir al coche, Catalina se detiene a contemplar el palacio con una mirada llena de rabia y dolor.
Adriano la sigue, pero una chispa de intuición lo impulsa a regresar. Sube la escalinata, atraviesa el corredor principal hasta la biblioteca del suegro, abre el escritorio decimonónico, aparta cartas modernas y toma un expediente atado con una cinta de seda descolorida. Entre páginas amarillentas descubre un antiguo contrato de dote y una misiva firmada por un antiguo mayordomo de los Valladares que revela la falsificación de la identidad del heredero, desenmascarando la mentira enterrada y cambiando para siempre el rumbo de los acontecimientos.
El varón, pálido, salta de la butaca tallada y vocifera “¡falso complot! Un plebeyo se burla de mi estirpe intentando aferrarse a su antigua autoridad.” Sin embargo, Adriano responde con voz firme: “No vale la opinión de un siervo, sino un acta notarial sellada y conservada en los archivos. Esta mañana envié copia de los documentos a la corte real. Pronto se abrirá una investigación y el título será revocado.”
El silencio se convierte en una sucesión de miradas incrédulas y complicidad recuperada hasta que Alonso, que había escuchado el alboroto desde el pasillo, irrumpe con paso vacilante. Sus ojos buscan los de Adriano y, con un leve asentimiento, confirma: “Es verdad, hijo mío. No hay más que añadir.”
Despojado de todo apoyo y abandonado incluso por Leocadia, el varón sale apresuradamente con la mirada baja y el manto rozando la moqueta. Su figura desaparece tras las pesadas puertas de nogal y un viento de alivio recorre la sala.
Alonso se coloca junto a Adriano, posando una mano en su hombro en señal de gratitud. “Ha salvado a esta familia.”
“Solo he defendido a quienes amo,” responde el conde con un brillo de orgullo en los ojos. “La verdadera nobleza no nace de la sangre, sino de los actos.”
En la penumbra que sigue, el conde y la marquesa renacida se reencuentran. Recuperado el encanto de su antigua unión, Alonso invita a Adriano: “Esta es tu casa si deseas quedarte al lado de Catalina.”
Una sonrisa cargada de promesa embellece el rostro del joven.
Al alba, una nueva carreta atraviesa el gran portón. No es una despedida, sino el triunfal regreso de Catalina y sus gemelos, recibidos por el repicar de campanas y la mirada orgullosa de una familia reconciliada.
Mientras las ruedas rozan la grava mojada, un murmullo emocionado recorre a los sirvientes: la justicia ha triunfado y el amor ha devuelto la esperanza al palacio de los Luján.
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