Hola
En esta nueva entrega, la calma aparente se rompe con una conversación que, aunque empieza con cortesía, encierra un trasfondo de tensión y decisiones delicadas. El ambiente se carga de una mezcla de preocupación y desconfianza apenas perceptible, como si todos intuyeran que lo que está por discutirse podría marcar un punto de inflexión en el futuro de la familia y de la herencia de Julia.
La escena se desarrolla en un salón iluminado por la luz suave de la tarde. Los protagonistas están reunidos, y la mirada de quien toma la palabra revela una mezcla de inseguridad y determinación. “Ahora que están los dos aquí, me gustaría comentarles algo”, anuncia con voz serena, aunque en el fondo su pulso late con fuerza. La respuesta es inmediata, cordial pero expectante: “Claro, faltaría más. Dime, ¿qué es eso que querías comentarnos?”

El silencio que sigue a la pregunta parece eterno. La persona respira hondo y confiesa: “He estado pensando… y, por muchas ganas que le ponga, creo que no tengo los conocimientos suficientes para gestionar el patrimonio de Julia.” La sinceridad de sus palabras deja a los presentes con un leve gesto de sorpresa. Andrés, que hasta hace unos minutos conversaba sobre la importancia de reconocer los propios errores y limitaciones, asiente lentamente. “Mira… justamente hablaba de eso con Andrés hace un momento”, interviene uno de ellos, “la humildad de admitir lo que no se sabe es esencial.”
Entonces, llega la revelación que cambia el rumbo de la charla: “Por eso le he pedido ayuda a Gabriel.” El nombre de Gabriel, pronunciado en ese instante, provoca un intercambio de miradas. “¿A Gabriel?” repite alguien, como si necesitara confirmar lo que acaba de escuchar. La tensión se percibe en el tono, recordando que este no es un tema nuevo: “Ya hablamos de esto el otro día. María es una buena abogada y entiende de estos asuntos.”
La respuesta es firme: “Sí, pero que yo sepa no tiene conocimientos financieros para llevar a cabo una gestión de este tipo.” La voz se endurece un poco, como para dejar claro que la decisión no es un capricho, sino una medida meditada. “Por eso quiero contratar a un gestor especializado en inversiones, alguien de Madrid, que nos ayude a administrar el patrimonio de Julia y obtener el mayor rendimiento posible.”
La propuesta no convence a todos. “¿No prefieres que lo busque yo?” se escucha, en un intento por mantener cierto control en la situación. Pero la respuesta, aunque envuelta en afecto, tiene un filo oculto: “Cariño, no es por hacerte de menos, pero Gabriel me ha hablado muy bien de su colega y creo que deberíamos confiar.”
La palabra “confiar” queda flotando en el aire, como un recordatorio de que, en los negocios y en la familia, la confianza es tan frágil como valiosa. “Claro que confiamos, pero espero que tengáis en cuenta que el capital que Julia tiene invertido en la fábrica no se puede tocar”, advierte con firmeza. Esa inversión es intocable, un pilar que no puede ser movido sin riesgo de derrumbar todo.
La respuesta llega rápida, como si quisiera disipar cualquier sospecha: “Por supuesto, por supuesto. No estoy hablando de esa parte de la herencia. Me refiero al dinero que está en el banco y a los demás fondos.” El tono suena tranquilizador, pero en el fondo deja abierta la pregunta de hasta dónde llegarán las decisiones futuras.
Con un leve suspiro, la administradora del patrimonio recuerda el motivo que la mueve: “Jesús me nombró administradora de la herencia de su hija, y solo quiero lo mejor para ella.” Hay un dejo de solemnidad en esas palabras, un intento de sellar la conversación con la autoridad que le confiere su cargo. “Muy loable por tu parte”, comenta alguien, aunque en su voz hay un matiz difícil de descifrar.
Pero no todo queda ahí. Una advertencia se impone: “Deseo que no se dé ningún paso con el patrimonio de mi nieta sin antes consultar con tu esposo o conmigo, que al fin y al cabo soy su tutor legal.” La respuesta es cortés y protocolaria: “Descuide, estarán informados de cada paso, y cualquier cosa solo tiene que preguntarle a su sobrino.”
La tensión se suaviza, pero no desaparece. “Así lo haré”, responde el tutor, aunque su mirada parece decir que estará observando cada movimiento. Entonces, la conversación se dirige hacia Andrés: “¿Y tú, Andrés? ¿Qué opinas?” Hay un instante de duda en su expresión, como si sopesara las palabras antes de soltarlas. Finalmente, asiente: “Veo que se ha ganado la confianza de todo el mundo.” La pregunta inevitable llega como un dardo: “¿Y la tuya?” Andrés titubea apenas, pero responde: “Eh… sí, sí. Y la mía.”

El intercambio termina, pero la sensación que queda es la de un pacto frágil, sostenido por promesas y por una confianza que podría quebrarse con un solo paso en falso. La música que acompaña la escena parece subrayar esa calma engañosa, como si el verdadero conflicto estuviera apenas germinando, esperando el momento perfecto para estallar.
Lo que no saben es que cada palabra pronunciada hoy será clave para los días venideros. El nombre de Gabriel, mencionado con tanta naturalidad, podría convertirse en el epicentro de disputas más intensas. La figura del gestor de Madrid, aún desconocido para muchos, podría ser la pieza que altere el delicado equilibrio del patrimonio. Y mientras tanto, el recuerdo de Jesús, la promesa de cuidar de Julia y la sombra de intereses personales seguirán planeando sobre cada reunión y cada decisión.
Porque en Sueños de Libertad, las apariencias engañan y las alianzas pueden cambiar de un instante a otro. Lo que se presenta como un acuerdo sensato puede transformarse en una traición silenciosa. Y aunque todos aseguren querer lo mejor para Julia, la verdadera pregunta que queda en el aire es: ¿quién está dispuesto a sacrificar sus propios intereses por ella… y quién solo la ve como una oportunidad para ganar poder?
En el próximo capítulo, las respuestas comenzarán a revelarse, y el patrimonio de Julia podría convertirse en el tablero donde se juegue la partida más peligrosa hasta ahora.