Por esa grieta, por primera vez en mucho tiempo…

En la quietud de un instante, una pequeña rendija dejó pasar un rayo de luz que nadie esperaba. Lo que al principio fue apenas un destello pronto se transformó en un sol abrasador: un amor prohibido, intenso y desafiante, capaz de romper las reglas impuestas y de devolver las ganas de vivir… pero también de arrastrar a la pareja hacia un peligro que podía costarles la vida. Porque en La Promesa, el amor y la muerte siempre han danzado juntos en un vals macabro, y ahora él estaba a punto de convertirse en el protagonista de su acto más trágico.

La chispa nació en el salón, en un cruce de miradas que encendió la pólvora seca de dos almas jóvenes y heridas. Para Curro, Ángela se convirtió en un salvavidas, un ancla que lo apartaba del abismo de su venganza. Para Ángela, él era un misterio que desafiaba todo lo que había aprendido, un reto que debía comprender a cualquier precio. Así empezaron a buscarse, fingiendo encuentros casuales que, en realidad, estaban cuidadosamente planeados: un paseo por el jardín a la hora exacta en la que él regaba, una visita a la biblioteca cuando él quitaba el polvo de los estantes. Breves instantes cargados de miradas furtivas y sonrisas cómplices que decían mucho más que las palabras que nunca se atrevían a pronunciar.

Pero la calma duró poco. Leocadia, siempre atenta, detectó de inmediato esa conexión y reaccionó con frialdad. “Te he visto, Ángela. Sé cómo miras a ese muchacho”, dijo con tono cortante. La joven intentó negarlo, pero su madre dejó claro que no toleraría un acercamiento con un lacayo. Esa prohibición, lejos de apagar la llama, solo avivó el fuego. La injusticia de las palabras de Leocadia y las normas absurdas de su mundo fortalecieron la decisión de Ángela. Curro, al percibir la hostilidad, sintió la necesidad de protegerla, y así nació su primer encuentro clandestino en el viejo invernadero, un lugar olvidado donde la naturaleza se abría paso entre cristales rotos.

María Fernández, convertida en su cómplice, llevó la nota que citaba a Ángela. Ella acudió con el corazón latiendo con fuerza, y lo encontró junto a una fuente cubierta de musgo. “Gracias por venir”, susurró él. “Tenía que darte las gracias… por mirarme”, confesó Curro, con una sencillez que ocultaba un mundo entero. Ángela respondió acercándose: “Veo a un hombre atrapado en una jaula que no merece, y admiro la fuerza que lleva dentro”. La sinceridad de sus palabras derribó las defensas de Curro, que decidió compartir con ella su mayor dolor: “Mi tristeza tiene un nombre. Se llama Hann… era mi hermana”.

En un torrente imparable, Curro le contó su infancia arrebatada, el descubrimiento de su verdadera identidad, la luz que Hann trajo y la oscuridad que dejó su muerte. También su juramento de justicia y la red de mentiras que asfixiaba a La Promesa. Ángela escuchó sin interrumpirlo, con lágrimas en los ojos, y cuando terminó, lo abrazó. Fue un abrazo torpe al principio, pero pronto se volvió un refugio. Curro lloró por Hann, por su vida rota y por un mundo injusto, y Ángela lo sostuvo como si quisiera protegerlo de todo el dolor.

Aquel invernadero fue testigo del nacimiento de un amor que, aunque imposible, se volvió más fuerte con cada obstáculo. Pronto multiplicaron sus encuentros: leían poemas a la luz de una vela en la biblioteca cuando todos dormían, corrían por los campos al amanecer, y en cada momento robado descubrían más del otro. Curro vio que Ángela no era solo una señorita de buena familia, sino una mujer inteligente y progresista que soñaba con estudiar derecho y luchar por un mundo justo. Ella le confesó que se sentía tan prisionera en su jaula de oro como él en su servidumbre. “Tú y yo somos dos caras de la misma moneda”, dijo una noche, y él le respondió: “Juntos, podemos reescribir el guion”.

Pero el amor también lo hizo vulnerable. Ahora tenía a alguien por quien temer. Leocadia, lejos de ceder, intensificó su vigilancia y su desprecio hacia él. Mientras tanto, la investigación sobre la muerte de Hann avanzaba lentamente. Cada pista parecía confirmar que el asesino no solo vivía bajo el mismo techo, sino que tenía poder y astucia suficientes para manipularlo todo. En una reunión secreta con Pía y Mauro, Curro confesó sus sospechas: “Creo que Leocadia oculta algo… y no es solo que odie que Ángela esté cerca de mí”.

Pía, preocupada, recordó que Leocadia siempre fue ambiciosa y envidiosa de la marquesa. Su llegada a La Promesa tras la caída de Cruz resultaba, cuanto menos, sospechosa. Mauro insistió en investigarla, pero advirtió que tendrían que actuar con extrema cautela. Así, Leocadia se convirtió en la principal sospechosa, aunque seguir sus pasos sería un juego mortal.

Esa noche, Curro volvió a su habitación con sentimientos encontrados: esperanza por estar más cerca de la verdad, y miedo por lo que esa verdad pudiera significar para Ángela. Miró la luna llena y creyó ver en ella los ojos de Hann, pidiéndole que siguiera adelante, y los de Ángela, suplicándole que no se dejara consumir por la oscuridad. Estaba atrapado entre el amor y la venganza, entre dos lealtades, y sabía que pronto tendría que tomar una decisión que marcaría no solo su destino, sino el de todos en La Promesa.