¿Qué son esos papeles? La trampa final contra el capitán
La tensión en la sala era tan densa que se podía cortar con un cuchillo. Frente al capitán, sobre la mesa, reposaba un fajo de papeles que, según el coronel Fuentes, podían cambiarlo todo. La mirada del militar era fría, casi implacable, mientras lanzaba la pregunta con la que abría un abismo bajo los pies de su interlocutor:
—¿Qué son esos papeles?
El capitán, desconcertado, trató de aparentar seguridad, pero en su voz había una ligera vibración. El coronel fue claro: eran contratos, firmados de su puño y letra, que probaban que se estaba llevando comisiones ilegales y desproporcionadas. Una acusación directa, sin rodeos, que golpeaba de lleno contra su honor.
—Eso no es posible. —contestó el capitán, con un tono más de incredulidad que de indignación—. Es todo una falsedad. ¿De dónde los ha sacado?
El coronel sonrió con un aire calculado, como quien tiene preparada la estocada final.
—¿En qué quedamos, capitán? ¿De verdad cree que son falsos? ¿O lo que quiere es saber cómo llegaron a mis manos?
La respuesta fue un mazazo aún más inesperado que la acusación en sí:
—Me los ha proporcionado su hijo… o, mejor dicho, el que usted creyó que era su hijo durante mucho tiempo.
El nombre salió como un dardo envenenado: Curro. El capitán sintió que la sangre le hervía. El muchacho que había criado, al que había dado su apellido y que había sido parte de su vida, lo traicionaba de la manera más brutal.
—Así es —continuó el coronel—. Al parecer, no le ha dejado a usted un buen recuerdo como padre.

El capitán apretó los puños.
—Voy a… —su voz se quebró de rabia— voy a partirle el alma a ese bastardo. Se va a arrepentir de lo que ha hecho, se lo aseguro.
Pero el coronel lo interrumpió con una frialdad que helaba los huesos:
—Tiene cosas más importantes de las que preocuparse ahora. Y, mucho me temo, que pasará una larga temporada sin poder acercarse a él.
—¿De qué habla? —preguntó el capitán, con un dejo de inquietud que intentaba disimular.
—Me da que va a pasar una buena temporada en una prisión militar.
El capitán soltó una carcajada seca, incrédula.
—Eso no va a pasar.
—Eso no lo decidiremos ni usted ni yo —dijo el coronel, tajante—. Pero por si acaso, yo no haría muchos planes de futuro.
El capitán intentó recuperar la calma, minimizando la situación:
—Mire, esos documentos no significan nada. Voy a demostrar mi inocencia en cuanto… en cuanto le ponga la mano encima a ese bastardo. Esto es un complot, y lo voy a probar. Lo juro.
El coronel, impasible, lanzó una advertencia que sonó más a sentencia que a consejo:
—En lugar de tomarla con el mensajero, debería asumir su culpa con entereza. Como un verdadero hombre.
—La asumiría si fuese culpable —respondió el capitán con firmeza—, pero no lo soy. Déjeme ver esos papeles, por favor.
—No. Ya tendrá tiempo de aclararlo todo delante de un tribunal militar.
El capitán, viendo cómo la situación se le escapaba de las manos, intentó una última vía de negociación:
—Mire, no hace falta que lleguemos a este punto, coronel. Puedo explicarlo todo.
El coronel señaló los documentos con un gesto seco:
—Estos papeles se explican por sí solos.
—No, esos papeles lo único que dicen es que me he llevado una comisión por facilitar negocios al ejército. Nada más.
—Una comisión más que generosa —replicó el coronel—, y más teniendo en cuenta que nuestras fuerzas armadas no están precisamente en su mejor momento.
—A mí me parece una cantidad justa —dijo el capitán, con un deje de orgullo—, y más considerando los años que he prestado mis servicios.
La respuesta del coronel fue un latigazo:
—No se atreva a hablar de sus servicios, alimaña. Usted ya percibe un sueldo justo por el trabajo que realiza. Esto son comisiones ilícitas, una indignidad para cualquier militar del honorable ejército español.
El silencio se vio roto por la llegada de otra voz, ajena a la tensión:
—¿Listo para nuestro paseo por los jardines, coronel Fuentes?
—Claro, por supuesto —respondió el coronel, volviendo a ponerse la máscara de cortesía.
—¿Todo bien, capitán? —preguntó el recién llegado.
—Sí, sí, muy bien —respondió él, forzando una sonrisa que no alcanzaba a sus ojos.
El capitán trató de aprovechar la oportunidad:
—Coronel, ¿por qué no deja esos documentos durante su paseo?
Pero el coronel no soltó la presa.
—Los llevaré conmigo, no se preocupe.
—Espero que disfruten —dijo el capitán, con una amabilidad impostada que se desmoronó en cuanto el coronel se alejó.
En cuanto quedó a solas, su voz se convirtió en un murmullo cargado de odio:
—Bastardo…

La música de fondo, suave y elegante, parecía burlarse del dramatismo que acababa de estallar en esa estancia. No era solo una acusación: era un ataque directo a su reputación, a su carrera y a la poca estabilidad que aún conservaba. Sabía que, si no lograba revertir la situación, su destino sería la celda de una prisión militar y el olvido más humillante.
Pero, sobre todo, el veneno más difícil de tragar no estaba en los papeles del coronel… sino en el hecho de que el golpe final había llegado de la mano de Curro, el joven al que había considerado su hijo. Una traición que, aunque él juraba que castigaría, quizás nunca tendría la oportunidad de vengar.
En los pasillos de la Promesa, la noticia empezaba a correr como pólvora. Algunos ya murmuraban que era el principio del fin para el capitán De la Mata. Otros, más prudentes, preferían esperar. Pero todos coincidían en algo: nada volvería a ser igual después de ese día.