⚠️ Spoiler – La promesa avances

Nadie habría imaginado lo que esa noche estaba a punto de suceder. Curro, siempre visto como un simple criado, se verá obligado a tomar una decisión que marcará no solo el rumbo de La Promesa, sino también el destino de su propia sangre. Un secreto largamente oculto, una revelación inesperada y un gesto doloroso romperán vínculos que parecían eternos. Sin embargo, cuando todo parezca perdido, un giro cambiará las reglas del juego. La incógnita es si ya será demasiado tarde o si, por el contrario, ese instante representará el inicio de su verdadero renacer.

El jardín del palacio permanecía inmóvil bajo la luna, cargado de un silencio inquietante. Las piedras antiguas, bajo los pies de Curro, parecían contener las huellas de quienes, como él, habían buscado redención. Sentado en un banco de madera, con los puños cerrados, buscaba consuelo en la noche sin lograr hallarlo. Las luces del palacio proyectaban sombras alargadas que lo rodeaban como espectros del pasado.

Ángela apareció suavemente, como arrastrada por una fuerza invisible. Vestía un atuendo ligero que brillaba con la luz lunar, y en sus ojos se mezclaba la fragilidad con una férrea determinación. Se detuvo frente a él y, tras una breve pausa, le dijo con ternura que había trabajado demasiado. Luego, con voz firme, añadió que necesitaba hablar con él.

Curro, agotado pero atento, la escuchó. Ángela se sentó a su lado y, tras un suspiro, le reveló la verdad: él no era solo un criado, sino el hijo ilegítimo del marqués. La sangre noble corría por sus venas, aunque no hubiese sido reconocido. Curro, con amargura, le respondió que la sangre no bastaba; para los demás siempre sería el sirviente bastardo.

Ella le tomó el brazo con fuerza, intentando hacerlo reaccionar, pero él confesó estar cansado: cansado de servir, de fingir, de perseguir justicia sin lograr respuestas sobre el daño a su hermana. Finalmente, dejó escapar lo que llevaba tiempo pensando: tal vez debía marcharse. Ángela, sorprendida, le preguntó si estaba dispuesto a dejarlo todo atrás. La respuesta fue un susurro casi resignado: tal vez esa era la única manera de empezar de nuevo. Y en un arranque de valentía, le preguntó si ella iría con él. La duda se instaló en los ojos de Ángela, dividida entre el amor y el deber.

Él, herido por sus titubeos, interpretó que solo lo amaría si tenía un título. Ella lo negó con lágrimas, asegurando que lo amaba por lo que era, pero que no quería verlo renunciar a sí mismo. Aun así, Curro se levantó abruptamente y la acusó de no entenderlo nunca. Con esas palabras, la dejó sola, rota entre sollozos.

De regreso a su habitación, Curro comenzó a empacar con furia. López lo encontró recogiendo sus cosas y, al ver su decisión, intentó disuadirlo. Curro, sin embargo, estaba firme: el palacio lo asfixiaba y en dos días se iría. Nada ni nadie lo haría cambiar de parecer. Lope, desesperado, le recordó la promesa de encontrar al culpable de lo que le hicieron a su hermana, pero Curro, resignado, dijo que ya nada importaba: a los ojos de todos seguiría siendo el bastardo del marqués.

Más tarde, Lope contó la noticia a Ángela en la cocina. Ella, horrorizada, se negó a aceptar que Curro se marchara así. Con decisión, al día siguiente buscó al marqués Alonso. Le dijo que su hijo estaba dispuesto a irse para siempre y que no podía permitirlo. El marqués, dolido, confesó que amaba a Curro y no quería perderlo. Entonces, Ángela le propuso una idea arriesgada: escribir a la casa real solicitando el reconocimiento de Curro por sus méritos en la investigación contra Lorenzo.

Alonso dudó, pero finalmente aceptó. Juntos redactaron la carta y la enviaron. Para sorpresa de todos, la respuesta llegó ese mismo día: la corona reconocía oficialmente a Curro como noble por su valor y entrega. El marqués, conmovido, corrió a impedir que su hijo se marchara.

Lo encontró en el umbral del palacio, con las maletas en la mano y el corazón endurecido. Alonso lo llamó con voz suplicante, y detrás apareció Ángela, rogándole que esperara un instante. Le reveló lo ocurrido: la casa real lo había reconocido, y ya no tenía por qué esconderse. Curro, incrédulo, dejó escapar la maleta y se derrumbó en un banco. El marqués, con ternura, le aseguró que era su hijo y que había llegado el momento de ocupar el lugar que siempre mereció.

Ángela lo tomó de la mano y le dijo que, al fin, podía mostrarse tal cual era: el hijo del marqués, no un simple lacayo. Curro, conmovido, levantó la mirada y, por primera vez en mucho tiempo, un destello de determinación brilló en sus ojos. Con voz firme, declaró que volvería, pero ahora para demostrar a todos quién era realmente.

El alivio llenó el rostro de Ángela, quien prometió estar siempre a su lado. Alonso, desde la distancia, lo observaba orgulloso. Parecía que, al fin, las cosas encontrarían su rumbo… pero el destino aún guardaba sorpresas.

En paralelo, Cristóbal estallaba de furia contra el servicio, planeando un severo castigo y escribiendo al marqués para reducir el sueldo a todos. La tensión se disparó, hasta que la irrupción de Rómulo cambió el escenario. Regresó imponente, acompañado de Leocadia, y su sola presencia heló la sangre de todos.

Con una carpeta en mano, se presentó ante el marqués Alonso y reveló la verdad: Cristóbal no era un fiel mayordomo, sino un sicario al servicio de nobles vengativos. Además, reveló el golpe final: su verdadero nombre no era Cristóbal y, lo más impactante, era el padre de Ángela.

El palacio se sumió en un silencio sepulcral. Ángela, paralizada, apenas podía creerlo. Alonso exigió explicaciones a Leocadia, quien temblaba incapaz de justificar aquel engaño. La tensión se desbordó entre todos los presentes.

El desenlace quedó suspendido en el aire. La revelación de Rómulo, la caída de Cristóbal y el reconocimiento de Curro abrían un nuevo capítulo en el destino del palacio. Las alianzas, los secretos y las traiciones amenazaban con romperse en cualquier instante.