La promessa anticipazioni. Un trueno lejano rompe el silencio de La Promessa…
Un murmullo distante sacude los muros de la hacienda. No es un ruido común, sino el presagio de un retorno inesperado. El eco de unos cascos golpeando contra el empedrado húmedo anuncia la llegada de una carroza bajo un cielo encapotado, donde nubes amenazantes se arremolinan sobre las torres de piedra. Los guardias sienten un escalofrío recorrerles la espalda. Entre los arcos del patio, un nombre retumba con fuerza: Cruz. Pero esa Cruz que regresa no es la misma que ellos creían conocer. Vuelve transformada, con el rostro velado, los ojos cargados de secretos y un halo de misterio que infunde tanto respeto como temor. Su retorno es un torbellino de sospechas y viejos miedos.
Lorenzo, que observa desde las sombras, aprieta el puño con tanta fuerza que casi se hiere. Su corazón late entre la furia y la impotencia. Los pasillos se llenan de rumores: unos hablan de venganza, otros de justicia. Lágrimas de terror se mezclan con el deseo contenido de ajustar cuentas. Todos saben que nada escapará al juicio de Cruz, y que su regreso hará temblar cada alianza, poniendo en duda amistades, fidelidades y traiciones. La pregunta se extiende entre los muros de la Promessa: ¿sobrevivirá alguien a su regreso?
Detrás de un simple cuadro se esconde una verdad devastadora. Nadie conoce aún su alcance, pero todos intuyen que su revelación traerá consecuencias irreversibles. Una misteriosa caja, un nombre susurrado con fría determinación y un plan ejecutado bajo la mirada de todos, pero sin ser descubierto, completan el rompecabezas. ¿Qué oculta realmente ese cuadro? ¿Y por qué el sargento Burdina ha sido convocado con tanta urgencia? Justicia o venganza: esa es la disyuntiva. Solo hay una certeza: nada volverá a ser igual.
Al llegar al portal principal, Alonso la espera. Su figura, erguida, se apoya en el bastón. Su mirada se debate entre gratitud e incertidumbre, incapaz de decidir si debe sonreír o reprenderla. El chirrido de la carroza se detiene. Cruz desciende lentamente, envuelta en un vestido negro que resalta tanto su majestad como su dolor. Luce como la gran marquesa que fue, pero sus ojos revelan las cicatrices de una ausencia prolongada. El primer paso que da en el patio es firme, decidido, cargado de orgullo y nostalgia. Aquella casa había sido suya, pero ahora la contempla con frialdad, como si la pertenencia estuviera en disputa.
Alonso se acerca y la recibe con voz calmada, aunque distante, como si todavía no supiera si su regreso es una bendición o una amenaza. En ese instante, las puertas del interior se abren y aparece Manuel. Su rostro refleja cansancio, noches sin sueño, rabia acumulada y el peso del duelo. La mirada entre madre e hijo es un abismo. Cruz, por un instante, rompe su compostura aristocrática y le dedica una sonrisa débil, frágil, cargada de esperanza. Extiende la mano y susurra con ternura: “Hijo mío…”.
Pero Manuel no responde. Su rostro permanece tenso, su cuerpo rígido. Con voz cortante responde: “No me llames así.” Las palabras caen como un látigo, dejando a Cruz suspendida, con la mano en el aire, dudando si retirarla o insistir. Ella, con la voz rota, intenta defenderse: asegura que no hizo lo que dicen, que jamás habría tenido el valor de cometer semejante acto. Pronuncia un nombre prohibido, Ana, y el eco de esas sílabas hiere el corazón de Manuel como un puñal. Con los ojos cerrados, lucha entre las lágrimas y la rabia. Finalmente responde con dureza: “No digas su nombre. Demuéstrame que no fuiste tú. Hasta entonces no me llames hijo.”
El golpe es devastador. Cruz siente cómo se le parte el alma, cómo la respiración se le quiebra y cómo arden sus ojos sin dejar escapar una sola lágrima. Manuel, sin mirarla más, se da media vuelta y se marcha con pasos firmes, descendiendo la escalera del patio. Su madre queda inmóvil, repitiendo en un susurro ahogado: “Hijo mío…”. Pero el viento se lleva sus palabras, dispersándolas en el aire frío.
Los días siguientes, la presencia de Cruz en la hacienda es como una chispa en un polvorín. Cada rincón parece inflamarse con su paso. Los criados la miran con respeto, temor y cierta hostilidad. Sus pasos resuenan en los corredores como tambores de guerra. Y entre todas las miradas, una destaca por su abierto desprecio: la de Leocadia. Para ella, Cruz representa la amenaza más grande a su poder. Ha trabajado demasiado para consolidarse en el palacio como para permitir que la marquesa, a la que considera una sombra del pasado, vuelva a ocupar su lugar. En su mente, Cruz debería haber permanecido entre rejas para siempre.
El primer enfrentamiento entre ambas no tarda en llegar. Cruz ordena que el misterioso cuadro sea colocado en un lugar visible, como un estandarte de autoridad y advertencia. La tensión se respira en la sala principal cuando Leocadia aparece con un atuendo impecable y una sonrisa cargada de malicia. Al colocar otros retratos en la pared, lanza una frase con firmeza: “No necesito demostrar que soy dueña. Siempre lo he sido, y nada de lo que hagas lo cambiará.”
Cruz la observa con serenidad helada, pero sus ojos destilan fuego. Leocadia se acerca lentamente, sus tacones resonando sobre el mármol brillante. Con voz envenenada, susurra: “He ganado la confianza del marqués. Muy pronto conquistaré todo lo que alguna vez fue tuyo. El título de marquesa será mío.”
Las palabras, cargadas de veneno, se clavan en Cruz, que responde con firmeza: “No eres más que una invitada molesta. Ni secretos ni chantajes te darán lo que reclamas.” La sala entera se impregna de tensión, como si cada piedra de los muros guardara el eco de esa rivalidad.
Leocadia, lejos de amedrentarse, sonríe con sarcasmo y apunta al corazón de Cruz: “Tu hijo Manuel te odia. Lo vi en sus ojos.” Esa herida abierta late con fuerza en el pecho de Cruz. El dolor la atraviesa, pero se mantiene erguida, con la cabeza en alto y la mirada desafiante. “Podrás intentarlo, Leocadia, pero siempre regresaré. Y tarde o temprano encontraré la manera de destruirte.”
Sus palabras retumban en los pasillos silenciosos. Pia, que casualmente pasaba, se detiene sobrecogida. Los sirvientes se miran entre sí, conscientes de que se avecina una tormenta imposible de contener.
El choque entre ambas mujeres se extiende a cada rincón del palacio. Cada comida se transforma en un campo de batalla disfrazado de cortesía. Cruz da órdenes que Leocadia critica sin piedad. Ella, a su vez, convoca a los sirvientes en secreto, tejiendo su propia red de poder. Los pasillos se llenan de pasos furtivos, susurros nocturnos y miradas cómplices.
Una noche, los gritos de Cruz resuenan: “¿Crees que tienes poder aquí, Leocadia? Yo tengo más.” La respuesta es un duelo verbal, un intercambio de amenazas, venganzas prometidas y silencios cargados de cuchillas invisibles. La tensión se convierte en una obra maestra de intriga y traición.
Mientras tanto, Cruz, herida por el rechazo de Manuel, se niega a rendirse. Su misión ahora no es solo defender su lugar frente a Leocadia, sino también recuperar a su hijo, aunque las sombras del pasado la rodeen y los secretos que guarda puedan convertirse en la condena definitiva de su familia.