Por Dios, todavía no sé cómo pudo ir de casa de los Montes a la carretera caminando
La tensión dentro de la casa alcanza un punto casi insoportable. Marta aparece sentada en la sala, con la mirada perdida en un punto fijo, como si el mundo se hubiera detenido a su alrededor. Está agotada por dentro, pero su cuerpo aún se mueve por inercia. Pelayo la observa desde la puerta, percibiendo en su rostro una mezcla de angustia, cansancio y miedo. No hay noticias de Fina, ninguna llamada, ningún rastro que indique hacia dónde pudo haberse dirigido, y ese silencio pesa como una losa sobre Marta, que ya no puede contener el torbellino de pensamientos que la asfixian.
Pelayo, intentando mantener cierta calma en medio de aquel torbellino, se acerca lentamente y le recuerda que hasta el momento no ha habido señales de que algo malo haya pasado. Si realmente hubiera ocurrido una tragedia, alguien ya habría avisado, pues —según sus propias palabras— las malas noticias siempre corren deprisa. Sin embargo, esa lógica fría no consigue disipar la tormenta de emociones que Marta lleva por dentro. Ella necesita hacer algo, moverse, no quedarse inmóvil esperando. Con voz entrecortada dice que tal vez las chicas de la tienda sepan algo. Claudia y Carmen han sido siempre como hermanas para Fina, y si esta última había planeado ir a algún sitio o había insinuado algún destino, quizás ellas podrían tener alguna pista.
Pelayo, más racional, le recuerda que la carta que Fina dejó era clara: se trataba de una decisión tomada de forma precipitada, sin preparación ni despedidas. Aquella noche simplemente decidió marcharse, impulsada por un miedo que ahora se revela como el verdadero enemigo de todos. Marta se estremece al escucharlo. No puede dejar de pensar en cómo Fina se marchó sin equipaje, sin un plan trazado, caminando sola en plena noche desde la casa de los Montes hasta llegar a la carretera. La sola idea de ella vagando sin rumbo bajo la oscuridad le resulta insoportable. Su voz tiembla cuando confiesa que teme lo peor, que tal vez algo terrible le haya sucedido durante ese trayecto.
Pelayo intenta detener esa cadena de pensamientos. Le recuerda que no deben adelantarse a conclusiones sin pruebas, que hasta ahora no existe ninguna señal concreta de desgracia. Aun así, Marta no logra encontrar consuelo en esas palabras. Su mente va de un lugar a otro, repasando cada recuerdo, cada nombre, cada conexión que Fina pudiera haber tenido. En un destello de lucidez recuerda que Adela e Isidro son de un pequeño pueblo, un sitio donde Fina había pasado algunos veranos en el pasado. Aunque no logra recordar el nombre exacto del lugar, la idea de que Fina haya podido refugiarse allí se instala en su cabeza como una posibilidad real.
Pelayo no descarta la hipótesis. Es consciente de que la memoria de Marta, en medio de la tensión, está fragmentada, pero también sabe que cualquier detalle podría ser crucial para reconstruir el camino de Fina. Marta, aferrándose a esa idea, comienza a barajar todas las opciones posibles. De pronto recuerda también a una prima de Fina, con la que apenas tenía relación y con la que se había distanciado hacía tiempo. Aunque no habían hablado en años, Marta considera la posibilidad de que, en su huida desesperada, Fina haya acudido a ella. La esperanza se mezcla con la angustia, y sin pensarlo demasiado, Marta se levanta de golpe, decidida a buscar el número de teléfono de esa pariente y tratar de localizarla de inmediato.
Pelayo reacciona rápido. La toma del brazo con firmeza, obligándola a detenerse antes de cometer lo que podría ser un error fatal. Le recuerda, con voz grave y seria, que nadie puede enterarse de la existencia de la carta, porque en ella está la referencia directa a la muerte de Santiago, ese oscuro secreto que comparten y que podría arrastrarlos a ambos a una ruina segura si saliera a la luz. Marta, aún con la respiración agitada, siente el peso de esa advertencia. La necesidad de encontrar a Fina choca violentamente contra la necesidad de proteger lo que ambos han encubierto, y por un instante se queda paralizada, atrapada entre la desesperación y el miedo.
El ambiente en la sala es sofocante. Marta camina de un lado a otro, incapaz de estar quieta. Sus pensamientos se multiplican, su corazón late desbocado y en su interior no cesa de repetirse una única idea: debe encontrar a Fina, como sea, donde sea, antes de que sea demasiado tarde. La imagen de ella caminando sola por la carretera, vulnerable a cualquier peligro, se clava en su mente como una daga. Pelayo, por su parte, mantiene una fachada de serenidad, pero en realidad también siente el peso del secreto y el riesgo de que todo se descubra. Sabe que, en medio de la desesperación, Marta puede llegar a tomar decisiones imprudentes que los pongan a ambos en peligro. Por eso insiste en que deben pensar con calma, analizar cada movimiento y no precipitarse.
Pero Marta no logra serenarse. Cada nombre que recuerda se convierte en una posible pista. Claudia, Carmen, la prima, el pueblo de los veranos… Cada conexión es un hilo al que aferrarse, y la sensación de que el tiempo corre en contra le impide relajarse. Sus ojos brillan de desesperación cuando afirma que no entiende cómo Fina pudo tomar una decisión así, cómo pudo abandonar todo sin avisar, sin confiar en ella, marchándose sola en medio de la noche. Pelayo escucha en silencio, entendiendo que bajo esas palabras hay un dolor más profundo: el miedo a perderla definitivamente.
La escena se convierte en un duelo entre dos fuerzas: la desesperación de Marta, que la empuja a actuar, y la contención de Pelayo, que trata de evitar un paso en falso. Él insiste en que si algo le hubiera sucedido ya lo sabrían, que las desgracias no se ocultan durante tanto tiempo. Marta, sin embargo, no logra quitarse de encima la sensación de amenaza, como si cada minuto que pasa aumentara el riesgo de no volver a ver a Fina.
Finalmente, exhausta, Marta se deja caer en una silla, respirando agitadamente. Reconoce que la incertidumbre la está consumiendo, que cada día sin noticias es un golpe que la hunde más. Pelayo se inclina hacia ella, intentando proyectar calma, y le recuerda que no pueden olvidar el secreto que los une, que deben protegerlo por encima de todo. Marta asiente débilmente, aunque en su interior la necesidad de encontrar a Fina arde más fuerte que nunca.
La escena concluye con Marta atrapada en esa contradicción: su corazón clamando por la búsqueda desesperada de Fina y su razón recordándole el peligro que implica revelar demasiado. Pelayo, a su lado, actúa como ancla y barrera, consciente de que un paso en falso podría desmoronar todo lo que han intentado mantener oculto. El silencio vuelve a reinar en la sala, pero bajo ese silencio laten los secretos, el miedo y la obsesión de Marta por reencontrarse con Fina, cueste lo que cueste.