Fina acaba con Santiago
El capítulo 375 de “Sueños de libertad” (miércoles 20 de agosto) nos deja sin aliento. La tensión alcanza un punto límite: Fina, finalmente libre de sus ataduras, protagoniza un enfrentamiento brutal que termina con la vida de Santiago. Lo que parecía un respiro de esperanza se transforma rápidamente en una pesadilla aún más compleja: Marta convence a Fina de ocultar el crimen y deshacerse del cuerpo, mientras en la fábrica, la salud de los trabajadores se deteriora y la inacción de don Pedro obliga a Luz y Begoña a convocar una junta extraordinaria para exponer la negligencia. Paralelamente, Pelayo descubre la verdad sobre la navaja ensangrentada con las huellas de Fina, pero mantiene un inquietante silencio: ¿qué hará con esa prueba que podría cambiarlo todo?
El sol de agosto caía a plomo sobre Toledo, un calor denso que parecía ralentizar el tiempo, mientras en el despacho de Perfumerías de la Reina, el aire era gélido y cargado de tensión. Damián de la Reina sostenía el teléfono con fuerza excesiva, los nudillos blancos, mientras Pelayo lo observaba, preocupado. La voz de Damián, rota y temblorosa, apenas podía contener el pavor: Santiago se había fugado, obteniendo un permiso para asistir al funeral de su abuela y aprovechando un momento de descuido para escapar. Los detalles del permiso eran irrelevantes; lo que importaba era que Santiago estaba libre.
El peso de la noticia cayó sobre Damián como una tonelada. Sus ojos, llenos de miedo y frustración, reflejaban la angustia de un patriarca que siente haber fallado en proteger a su familia. Pelayo, consciente del peligro que representaba Santiago, insistió en actuar de inmediato. Intentaron comunicarse con Fina y Marta en la cabaña de los montes, pero el silencio respondió a sus llamadas. Con determinación, Pelayo tomó las llaves de su coche y partió hacia la cabaña, mientras Damián rezaba para que su sobrino llegara a tiempo.
En la cabaña, el aire era irrespirable, cargado de polvo y miedo. La luz del sol que se filtraba por las ventanas apenas iluminaba las figuras de Fina y Marta, atadas a sillas de madera, mientras Santiago avanzaba frente a ellas, una sombra de venganza y locura. Los ojos del hombre, antes llenos de devoción, ardían ahora con la furia de quien se siente traicionado. Ya no era el hombre suplicante de antes; la prisión había dejado al descubierto su verdadera naturaleza.
—¿Creíais que os libraríais de mí tan fácilmente? —siseó Santiago, su voz cargada de odio—. El amor no se encierra. Y la traición… exige un precio.
Fina lo enfrentaba con terror y determinación, mientras Marta, la estratega, intentaba razonar con él. Ofreció dinero, miles de pesetas, para convencerlo de que dejara vivir a ambas y desapareciera, un intento desesperado de salvar sus vidas. Pero la locura de Santiago superó cualquier codicia. Su risa hueca y desquiciada rebotó por la cabaña, amenazando con devorar todo a su paso. Su obsesión con el castigo y el control lo consumía por completo.
Mientras Marta distraía a Santiago, Fina trabajaba silenciosa. Centímetro a centímetro, sus dedos entumecidos buscaban un punto débil en las cuerdas que la aprisionaban. Cada movimiento era doloroso, pero imprescindible: su vida y la de Marta dependían de ello. Cuando Santiago se acercó, rozando su rostro con la mano, Fina contuvo un estremecimiento de repulsión. La violencia era inminente, pero su instinto de supervivencia era más fuerte.
La bofetada que Santiago le propinó fue rápida y brutal, un sabor metálico de sangre llenó la boca de Fina. Ese instante, sin embargo, fue el que le permitió actuar. Su mano tocó la navaja de Santiago, olvidada en el cinturón, y en un acto de desesperación y fuerza, logró clavarla accidentalmente en el abdomen del hombre. El resultado fue devastador: Santiago cayó sobre ella, la vida escapando de su cuerpo, y con él, el horror alcanzó su clímax.
Fina, jadeante, se apartó del cuerpo, cubierta de sangre, mientras Marta recuperaba la compostura. Ambas estaban a salvo, pero el peso de lo ocurrido las perseguiría para siempre. Pelayo llegó poco después, comprendiendo de inmediato la magnitud del suceso. Entre lágrimas y confesiones, Fina asumió la responsabilidad de la muerte de Santiago: un acto de defensa propia que debía mantenerse en secreto. Marta y Pelayo acordaron enterrarlo en un claro del bosque, ocultando su desaparición del mundo exterior.
Mientras tanto, en la fábrica, la tensión seguía aumentando. La salud de los trabajadores empeoraba, y la inacción de Don Pedro provocaba indignación en Luz y Begoña, quienes se preparaban para la junta extraordinaria. La exposición de los síntomas, la concentración en la sección de saponificación y los posibles riesgos químicos, dejaban claro que la negligencia podía tener consecuencias fatales.
En el laboratorio, Don Pedro intentaba manipular la situación, pero Cristina, firme y perspicaz, no se dejó engañar. Su cinismo y desconfianza la protegían de los intentos de manipulación de su tío, mientras el resto de la familia continuaba envuelta en sus propios dramas y estrategias.
En la junta directiva, la tensión era palpable. Luz expuso la crisis sanitaria con claridad, proponiendo el cierre temporal de la línea de saponificación hasta que un informe independiente garantizara la seguridad de los empleados. Don Pedro se opuso airadamente, acusando a Luz de alarmismo. La decisión final recaería en María, cuya elección de mantener la línea abierta reflejaba la difícil balanza entre seguridad y conveniencia económica.
Mientras tanto, la vida continuaba en otros frentes. La familia Merino, Carmen y Tasio, y los otros personajes enfrentaban sus propias pequeñas victorias y desafíos, un recordatorio de que la tragedia y la rutina a menudo coexisten, separados solo por unos pocos kilómetros o por unos segundos de distancia.
Finalmente, el capítulo cerró con un secreto enterrado bajo la tierra de Toledo, un cuerpo que desaparecía, y tres cómplices unidos por la necesidad de sobrevivir. La sangre derramada, el miedo y la complicidad sellaron un momento que cambiaría para siempre las vidas de Fina, Marta y Pelayo. La vida continuaba, pero el horror, los secretos y las decisiones extremas dejarían cicatrices imborrables en todos los que habían sido testigos de la violencia y la supervivencia en su forma más cruda.