Spoiler: Una tarde inolvidable, una lluvia inesperada y un gesto que florece como el cariño
La noche apenas comienza en la residencia, y una llamada rompe la calma: Andrés avisa que está en camino. La voz al otro lado, acogedora, le responde que aún no han cenado, así que lo esperarán. La conversación da un giro cuando Andrés pregunta por Julia, visiblemente preocupado por su estado de ánimo, ya que no ha pasado la tarde con ella. Le aseguran que, por suerte, Gabriel la ha sacado a pasear, aunque con el clima lluvioso que se ha desatado, la preocupación persiste.
—“¿Tú crees que son horas para estar fuera con la que está cayendo?”— comenta alguien con tono maternal, a lo que otro responde tranquilizador: “Han ido en coche, no hay problema”.
Justo entonces, la entrada de Julia y Gabriel interrumpe todo. La pequeña entra empapada, con las mejillas brillantes por la emoción y un ramo de flores en las manos. Aunque las flores son hermosas, su llegada tan tardía causa cierto reproche. Julia intenta calmar la situación:
—“Mamá, por favor, no te enfades. Nos lo hemos pasado tan bien”.
Y es que ha sido una tarde mágica. Julia, entre risas, cuenta que recogieron muchas flores y, al comenzar a llover, buscaron refugio en una venta. Allí tomaron chocolate con picatostes, y para su sorpresa, la dueña le permitió entrar a la cocina donde una gata había dado a luz. Julia jugó con los gatitos, y deseó llevarse uno. Gabriel incluso preguntó si podían adoptarlo, pero la dueña les explicó que aún eran demasiado pequeños para separarse de su madre. Sin embargo, les prometió que en un par de meses podrían llevarse uno.
—“Quizá le podamos preguntar al abuelo si nos deja tener un gatito”— propone Julia con ilusión, y Gabriel confirma esa posibilidad con una sonrisa. A pesar de la emoción, la rutina llama: es hora del baño. Julia se despide alegremente:
—“Gracias, tío. Me lo he pasado muy bien esta tarde contigo”.
—“Yo también”— responde Gabriel con ternura.
Mientras Julia se dirige al baño, Andrés sigue al teléfono, silencioso. Le confirman que la niña ya está en casa, y que él puede venir tranquilo. Pero antes de colgar, llega un reproche más serio:
—“¿De verdad no podíais haber llamado para avisar que veníais tan tarde?”
Gabriel, algo avergonzado, explica que intentó llamar desde la venta, pero no tenía el teléfono. El tiempo simplemente voló entre risas, chocolate y gatitos.
—“Julia lo estaba pasando tan bien, y yo… yo también me divertí tanto con ella que se nos pasó la hora”.
Mientras el reproche aún flota en el aire, Gabriel saca algo inesperado de su bolsillo: un pequeño cardo mariano. Lo entrega con una mezcla de timidez y sinceridad.
—“Lo vi florecido y me llamó la atención. En Canarias también hay, pero florecen mucho más tarde. Y no sé… qué tontería, ¿no? Tú debes haber visto miles por aquí en los montes de Toledo. Pero aún así, te lo traje”.
La respuesta es cálida, sin rastro de ironía:
—“Es un detalle precioso. Gracias. De verdad”.
El gesto, simple pero cargado de simbolismo, revela más que una flor: muestra el cariño, el cuidado y la admiración silenciosa que crece como una semilla entre ellos.
Gabriel, conmovido, se despide para ir con Julia, que lo espera. Y la música suave que acompaña la escena parece sellar este momento íntimo, tierno, casi mágico. Una tarde que parecía insignificante ha terminado dejando huellas profundas, entre paseos bajo la lluvia, chocolate caliente y cardos en flor.