Si nos descuidamos, volvemos nadando
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La velada había comenzado con un ambiente ligero, casi despreocupado, después de la salida al cine. La lluvia amenazaba con empaparlo todo y, entre risas, alguien bromeó que, si no tenían cuidado, acabarían regresando a casa nadando. Fue una frase sencilla, pero reflejaba la complicidad del momento. Decidieron que lo más sensato era posponer la cena para otra ocasión y así no complicarse más la noche.
En medio de esa conversación, surgió el comentario inevitable sobre la película que acababan de ver. La emoción en sus palabras era evidente: el filme había superado sus expectativas, y el desenlace resultó tan inesperado que todavía le latía fuerte el corazón. El mérito, por supuesto, era de Hitchcock, un maestro en el arte de sorprender en los últimos minutos, de dejar sin aliento y con la sensación de haber vivido un torbellino de emociones.
La tensión de la cinta había sido tanta que, entre sustos, llegó a aferrarse varias veces al brazo de su acompañante, como si de pronto volviera a tener diez años. Se lo confesó con una sonrisa tímida, algo avergonzada, pero sincera. La respuesta fue comprensiva, divertida incluso, porque todos saben que las películas de suspense tienen ese poder de sacudir los nervios más resistentes. Ella misma reconoció que, desde que llegó a Toledo, apenas había tenido tiempo de ir al cine, siempre absorbida por responsabilidades que parecían no tener fin.
La conversación entonces cambió de tono. Gabriel, con esa mezcla de ternura y firmeza, le recordó que no todo podía ser encierro y obligaciones. La vida exigía aire fresco, momentos de disfrute, instantes para escapar de la rutina. Él estaba dispuesto a compartir con ella esas escapadas, proponiendo un plan inmediato: tomar una copa para entrar en calor y prolongar la magia de la noche. Ella aceptó con entusiasmo.
El regreso a casa trajo consigo un clima más íntimo. Al despedirse de Andrés con un “buenas noches” cargado de cordialidad, quedó claro que cada quien tenía su propio mundo, sus propias luchas internas. Ella decidió subir a cambiarse, temiendo que el frío de la noche le jugara una mala pasada. Entre aplausos y sonrisas, quedó flotando una verdad silenciosa: hacía mucho tiempo que no se la veía reír de esa manera, con tanta naturalidad. Era un reflejo de lo que provocaba Gabriel en ella.
La compañía de él no solo arrancaba sonrisas, también devolvía vida a un corazón que había estado apagado demasiado tiempo. Irene —o mejor dicho, la mujer que llevaba tanto dolor dentro— reconocía que la presencia de Gabriel lograba algo que nadie más conseguía: hacerla sentir ligera, viva, capaz de volver a creer en un futuro. Sin embargo, esa felicidad recién descubierta traía consigo un poso de culpa. Ella lo miraba con sinceridad y confesaba que, aunque no tenía por qué dar explicaciones, sentía la necesidad de hacerlo. Había dentro de ella una voz que susurraba que aquello no estaba del todo bien, que de algún modo era culpable de ilusionarse de nuevo.
Gabriel, con calma, la interrumpió. Le aseguró que no tenía por qué sentirse así, que era absurdo cargar con culpas inexistentes. Ella tenía todo el derecho del mundo a rehacer su vida, a dejarse llevar por un nuevo sentimiento. Él jamás la juzgaría por ello, porque lo último que quería era hacerle daño.
Pero las emociones humanas rara vez son tan sencillas. La verdad se filtró entre líneas: claro que le hacía daño, porque todavía la quería. Su amor persistía como una herida abierta que no cicatrizaba, y aunque reconocía que ya no era su responsabilidad, resultaba imposible apagar ese sentimiento. Ella le pidió que siguiera su camino, que no mirara atrás. Que pensara en sí mismo, porque ya había hecho bastante por ella durante demasiado tiempo.
La confesión dolía, pero también liberaba. Lo suyo no había podido ser, y aceptar esa realidad era un paso necesario. Aun así, él le prometió que siempre se preocuparía por ella, aunque la vida los hubiera llevado por senderos distintos. Había un reconocimiento de errores, de heridas causadas sin querer: cuando Gabriel decidió volver junto a María, rompió un corazón que hasta ese momento le pertenecía por completo. Irene se lo recordó con voz entrecortada, pidiéndole que dejara de ahondar en esa culpa.
Gabriel no pudo evitar la confesión más amarga: no era feliz. Ni con María, ni consigo mismo. Y lo que es peor, no sabía si algún día podría serlo, o si ya había perdido para siempre esa oportunidad. El tiempo, que todo lo devora, parecía haberle arrebatado su ocasión de ser pleno. Sin embargo, en un acto de desprendimiento, le pidió a Irene que aprovechara su momento, que lo hiciera por los dos. Ella aún estaba a tiempo de construir un futuro luminoso, mientras que él se resignaba a cargar con la sombra de sus decisiones.
La despedida fue inevitable. Un “gracias” y un “buenas noches” que sonaban a cierre de capítulo, aunque ninguno de los dos quería admitirlo. La música de fondo envolvía la escena con un tono melancólico, como si acompañara el eco de un adiós que todavía dolía en el pecho.
Ese encuentro reveló que las heridas del pasado nunca terminan de sanar por completo. Irene encontró en Gabriel una compañía que la hizo sentir viva otra vez, pero el peso de lo que fue y no pudo ser siempre estará ahí, marcando sus pasos. Gabriel, atrapado entre el deber y el deseo, entre la culpa y el amor, sabe que ha perdido demasiado, quizá lo irrecuperable. Y sin embargo, sigue velando por ella en silencio, como un guardián condenado a amar sin esperanza.
La noche se cerró con promesas rotas, sentimientos encontrados y la certeza de que, aunque la vida los ha separado, el vínculo entre ellos jamás podrá borrarse. Un amor truncado, un pasado lleno de errores y un futuro incierto se mezclan en este episodio cargado de emoción, donde el deseo de ser feliz choca contra el muro de las decisiones irrevocables.