“Yo no he hecho nada, lo juro: el misterio de Remedios y la verdad oculta tras el laboratorio”
La tensión en el ambiente se podía cortar con un cuchillo. En medio de miradas incrédulas y murmullos que se deslizaban como susurros afilados, una voz temblorosa rompió el silencio. “Yo no he hecho nada, lo juro. Por favor, tienen que creerme. Soy inocente.” Las palabras de Remedios, repetidas una y otra vez, parecían chocar contra un muro invisible de dudas y sospechas. La mujer, con el rostro pálido y las manos crispadas, insistía como si su vida dependiera de que alguien, al menos uno, le concediera el beneficio de la duda.
Decía no entender nada. Que la vergüenza que sentía no era por un acto cometido, sino por estar siendo señalada sin motivo. Sus ojos, empañados por lágrimas contenidas, buscaban una respuesta en quienes la rodeaban, pero lo único que encontraba eran expresiones de confusión o incredulidad. La escena resultaba casi irreal: una mujer conocida por su humildad y trabajo constante, ahora escoltada como si fuera la autora de una traición imperdonable.
El murmullo creció cuando alguien, sin poder contener la sorpresa, preguntó: “¿Qué pasa? ¿Por qué se la llevan?”. La respuesta llegó como un golpe helado: la acusaban de ser la responsable de todo lo ocurrido en el laboratorio y del incidente con el perfume. Para muchos, era imposible imaginarla involucrada en algo así. “Tal vez la han utilizado”, murmuró alguien con tono conspirativo. Esa frase, casi un susurro, abrió una grieta en la aparente solidez de las acusaciones.
La teoría se extendió: quizá alguien había chantajeado a Remedios para que robara el perfume. ¿Con qué fin? Nadie podía decirlo con certeza, pero las posibilidades eran inquietantes. La incredulidad se mezclaba con la sospecha. “Me cuesta mucho creerlo”, confesó un testigo de la escena. Pero otro, con más experiencia en asuntos turbios, intervino: “Como abogado, he visto cosas mucho más difíciles de creer. La gente nunca deja de sorprenderte.”
A pesar de la gravedad del momento, algunos intentaron dar por terminado el espectáculo: “Anda, vámonos, aquí no hay nada que ver”. Sin embargo, para muchos, la imagen de Remedios siendo conducida por las autoridades sería difícil de borrar. ¿Cómo aceptar que alguien que había trabajado toda su vida en paquetería, siempre sonriente y sin malicia aparente, pudiera estar envuelta en un acto tan calculado?
Pronto surgió otra conjetura: tal vez el dinero que le ofreció Brosar lo quería para cumplir un sueño más noble, como abrir una mercería con su hija. Esa idea, más humana, parecía reconciliar la imagen que todos tenían de ella con la posibilidad de que hubiera aceptado algo indebido. Pero no todos estaban convencidos. La detención implicaba que había pruebas, o al menos indicios, que justificaban la acusación.
Mientras tanto, en las alturas de la empresa, la directiva se reunía de manera urgente para tratar el asunto. No todos tenían acceso a esa conversación: Gabriel, por ejemplo, había sido excluido. Él lo asumía sin sorpresa, consciente de que sus diferencias con Don Pedro eran bien conocidas. Sin embargo, lo que sí dejó claro es que, si Remedios era inocente, no dudaría en mover cielo y tierra para demostrarlo.
Su determinación generó preocupación entre quienes lo escuchaban. “Gabriel, arriesgas demasiado. Don Pedro podría volver a cargar contra ti si actúas a espaldas de la empresa.” Pero él no se dejó intimidar. Para él, el verdadero peligro no era desobedecer órdenes, sino permitir que una inocente terminara en la cárcel. Y en ese momento lo dijo con una franqueza que dejó a todos callados: “Yo estoy libre de las acusaciones de Andrés porque soy inocente. No tengo nada que perder.”
Aun así, reconocía que debían prepararse para el peor escenario. Cuando alguien cercano es acusado, lo más difícil no es enfrentar el proceso legal, sino aceptar que la imagen que teníamos de esa persona podría estar equivocada. Y en el caso de Remedios, esa posibilidad resultaba especialmente dolorosa para todos.
El eco de sus súplicas todavía resonaba: “No he hecho nada, se lo juro”. Había algo en su tono, una mezcla de desesperación y dignidad, que hacía tambalear incluso a los más incrédulos. Era como si su voz buscara atravesar no solo los oídos, sino las barreras invisibles que separan la verdad de la sospecha.
Algunos recordaban momentos pasados, anécdotas de su amabilidad y de cómo siempre había estado dispuesta a ayudar. Otros, en cambio, empezaban a analizar sus pasos recientes, buscando posibles señales de un cambio de comportamiento, algo que ahora pudiera interpretarse como indicio. Las versiones circulaban, cada una más especulativa que la anterior.
La historia de Remedios se convertía así en un rompecabezas con piezas que no encajaban del todo. Por un lado, una vida entera de honradez y trabajo duro; por otro, acusaciones graves y un arresto que nadie vio venir. Entre esas dos caras, quedaba un espacio turbio donde las certezas se desvanecían.
Gabriel, sin embargo, no estaba dispuesto a rendirse. Su convicción de que la verdad debía salir a la luz era tan firme que ni las advertencias ni las amenazas veladas lograban disuadirlo. En el fondo, sabía que luchar por Remedios era también una forma de reafirmar su propia inocencia y principios.
Y así, mientras las puertas del consejo se cerraban y las conversaciones se volvían clandestinas, afuera quedaban quienes, como él, se debatían entre la lealtad, la prudencia y la necesidad urgente de justicia. El caso de Remedios no solo ponía a prueba su reputación, sino la capacidad de todos de mirar más allá de las apariencias y cuestionar lo que se daba por hecho.
La batalla apenas comenzaba. Y aunque en ese instante parecía que todo estaba en su contra, había algo que no se podía borrar: la fuerza de una mujer que, a pesar de estar rodeada por la sombra de la sospecha, seguía repitiendo con voz firme y temblorosa: “Soy inocente. De verdad.”