Spoiler: Sí, sí, pues nos harás un gran favor, Fermín…

Fermín, con su voz cargada de responsabilidad y cortesía, se despide con amabilidad. Promete encargarse de algo importante, y con la misma delicadeza, le envía saludos a la familia. La conversación telefónica es breve, protocolaria, aparentemente sin más implicaciones que las de un favor. Pero lo que sigue después revela que la calma es apenas una fachada para una tormenta a punto de estallar.

Apenas termina la llamada, Damián aparece con furia contenida. La escena cambia de tono bruscamente. Lo acusa con dureza: lo señala de esconderse, de evitar pasar por la fábrica, de refugiarse en casa como un cobarde. Para él, lo que ocurre no es casualidad. Está convencido de que su interlocutor se esconde porque es culpable de algo mucho más grave que una simple omisión laboral.

Y es que Damián no está hablando solo de ausencias físicas, sino de una red de mentiras que, según él, ha sido tejida con precisión para hundir a un hombre inocente: Gorriz. Su voz retumba como un látigo cuando acusa de difamar, manipular y de vivir obsesionado con el descrédito ajeno. “¿No te da vergüenza?” le lanza, sin suavizar la dureza de sus palabras.

Pero la conversación no se queda en lo moral. Damián va directo al núcleo de la acusación más grave: afirma que está convencido de que él está detrás de la muerte de Jesús. Para él, no hay dudas. Dice que Jesús descubrió los manejos turbios de su adversario, su plan para arrebatarle la dirección de la empresa a Joaquín, y que por eso fue eliminado. Es una acusación brutal, dicha con seguridad y sin rastro de arrepentimiento.

La tensión se eleva aún más cuando se menciona a Digna. Damián se jacta de estar casado con ella, de haber ganado esa batalla personal. Pero el otro no retrocede. Le recuerda que, a pesar de ese matrimonio, Digna sigue siendo parte de su familia. No solo ella: también Joaquín y Luis, a quienes considera sus sobrinos, a quienes jura seguir protegiendo, incluso si eso significa enfrentarse a quien ahora ocupa su lugar.

El enfrentamiento ya no es solo por poder o influencia. Es una cuestión de pertenencia, de sangre, de legado. Mientras uno se aferra al presente y a sus derechos legales, el otro se niega a ceder el territorio emocional, el afecto ganado con años de presencia y cuidado. Lo acusa de hacer más daño del que dice reparar. Si realmente le importara Digna, asegura, la dejaría vivir en paz.

A lo que su adversario responde con un mensaje que parece casi profético: “Lo único que hago es luchar por mi familia”. Pero su interlocutor, hastiado, le espeta que no tiene idea de lo que esa palabra significa. “Familia”, para él, es más que lazos legales o conveniencias. Y si alguien puede confirmar su punto, dice, es su hermana, esa que ha sufrido en silencio los estragos de un hombre que se ha disfrazado de nobleza.

El otro estalla: exige que no mencione a su hermana, a la que califica como un ser noble que le agradece lo que ha hecho por ella. Pero eso, para Damián, solo puede explicarse por una cosa: ella aún no sabe quién es él en realidad. Porque si lo supiera, quizás no le agradecería nada.

A medida que el intercambio avanza, lo que se evidencia no es solo odio, sino un rencor ancestral, alimentado por años de engaños, traiciones y derrotas emocionales. Cada frase es un golpe, cada acusación es una herida abierta. Damián, que ha mantenido el control por años, se ve acorralado por alguien que conoce sus puntos débiles: su pasado.

Porque ese es el centro de todo, el núcleo que lo desestabiliza. “El problema no lo tienes conmigo, sino con tu pasado”, le dice con voz firme. Un pasado que, asegura, siempre regresa. Y él lo sabe por experiencia.

Finalmente, la escena alcanza su punto de quiebre. Lo llama un ser ponzoñoso, alguien que solo destila veneno allá por donde pasa. Y entonces, con toda la autoridad posible, lo invita a marcharse. “Creo que ya conoces la salida”, dice con un tono que no deja lugar a discusión.

Pero su adversario no se marcha en silencio. Le deja un último mensaje, uno cargado de desprecio y lástima: “¿Sabes, Damián? Empiezas a darme pena. Mucha pena”. Lo llama patético, incapaz de aceptar que ha perdido. Que la partida terminó hace tiempo, y él simplemente no ha querido verlo.

Y entonces se produce la ruptura definitiva. Le ordena salir de su casa. Le advierte que no lo busque más. Porque si lo hace, si insiste en esta guerra personal, lo encontrará… y no habrá vuelta atrás.