Yo solamente venía para decirte que…
La tarde estaba cargada de una tensión silenciosa cuando Manuela apareció frente a Gaspar. Sus pasos eran inseguros, como si cada uno la acercara a un precipicio emocional. Sin rodeos, y con la voz algo quebrada, comenzó: “Yo solamente venía para decirte… que la he leído.” Se refería a la carta que él le había entregado días atrás, la cual condensaba sentimientos, recuerdos y esperanzas.
Gaspar, expectante, preguntó con un hilo de ilusión: “¿Y qué te ha parecido?” Manuela, evitando su mirada, respondió con sinceridad: “Es precioso… pero no es la carta que a mí me hubiera gustado recibir.” Ese “pero” lo cambió todo. En sus ojos se reflejaba un dolor que no nacía del desprecio, sino de la certeza de que las palabras escritas no coincidían con lo que su corazón necesitaba o esperaba.
Con voz suave pero firme, continuó: “Yo hubiera preferido que en esta carta me dijeras otras cosas… cosas que no puedo darte, Gaspar. Pero sí puedo ofrecerte una amistad sincera.” Fue entonces cuando el semblante de él se endureció ligeramente. “Yo no puedo ser tu amigo, Manuela”, declaró, con una seriedad que dejaba entrever que aquello no era una simple negativa.
Ella, confundida, preguntó: “¿Por qué?” Y la respuesta llegó sin vacilación: “Porque yo no quiero ser tu amigo. Para eso primero tendría que arreglar mi corazón. Tendría que olvidarme de todos los planes que quería que hiciéramos juntos, y del futuro que imaginaba contigo… Y aún sigo sintiendo por ti algo más que aprecio.”

Las palabras de Gaspar eran una confesión dolorosa: seguía enamorado. Manuela, con un nudo en la garganta, dijo: “Siento mucho no poder corresponderte…” Él, herido, añadió: “Y yo siento no ser suficiente para ti.” Ella negó con firmeza: “No digas eso, porque no es verdad.” Pero Gaspar insistió: “La realidad, Manuela, es que no te he sabido enamorar. Y no será porque no le haya puesto ganas; te prometo que he hecho todo lo que ha estado en mi mano para que te sintieras como una reina, para complacerte en todos los sentidos… pero está claro que no lo he conseguido.”
La sinceridad brutal de sus palabras llenó el aire de un silencio incómodo. Manuela, con dolor genuino, susurró: “Perdóname.” Pero él la miró a los ojos y preguntó: “¿Por qué te voy a perdonar?” Ella respondió, casi como una confesión: “Por hacerte sentir así.” Gaspar, con un leve suspiro, reconoció: “No te voy a negar que me duele… pero peor hubiera sido vivir engañado.”
Con una mezcla de resignación y cariño, le deseó: “Manuela, espero que algún día encuentres a un hombre que te haga sentir escalofríos, y por el que sientas algo más que agradecimiento.” Ella, en un último intento por no cerrar todas las puertas, balbuceó: “No sé… quizá tú y yo, en un futuro…” Pero él la interrumpió, casi suplicando: “No, Manuela, no. Basta ya. No me sigas dando esperanzas. No me hagas ilusionarme con que en un futuro quizá podamos tener algo. Por favor… me niego a que nuestra relación acabe así de una manera tan triste.”

Ella, con una serenidad fría, le respondió: “Pues más triste es prometer algo a alguien sabiendo de antemano que no vas a cumplirlo.” Su sinceridad fue como un golpe seco. Finalmente, con la voz baja y cargada de despedida, dijo: “Lo siento. Que te vaya todo bien.”
Gaspar, aceptando que no había nada más que hacer, contestó con la misma formalidad dolorosa: “Y a ti también. Adiós.”
Así, sin abrazos ni miradas prolongadas, se separaron. Lo que en algún momento fue ilusión y promesa, se convertía en una despedida definitiva. En Sueños de Libertad, esta conversación marca un punto de no retorno: Gaspar se queda con el corazón roto y la sensación de haber dado todo sin conseguir lo que soñaba; Manuela, por su parte, carga con la culpa de no poder corresponder a un amor que, aunque sincero, no encendía en ella la chispa que necesitaba.
Pero como toda historia en este universo de pasiones, heridas y promesas incumplidas, el eco de estas palabras no desaparecerá tan fácilmente. Porque incluso cuando las puertas se cierran, el destino suele encontrar formas inesperadas de volver a entrelazar caminos… aunque el precio, casi siempre, sea más alto de lo que uno imagina.