Una despedida entre lágrimas, aromas y verdades: Cristina y Ana se reconcilian antes de separarse
En un ambiente impregnado por el aroma de esencias y mezclas delicadas, Ana entró con paso suave al laboratorio, observando atentamente a Cristina mientras trabajaba concentrada. Con voz curiosa, le preguntó qué estaba haciendo. Cristina, con una sonrisa sincera y el brillo del entusiasmo en los ojos, comenzó a relatarle todo el procedimiento que tenía entre manos: la dilución del alcohol, la combinación con agua, la incorporación de aceites esenciales, el enfriamiento, la filtración… cada detalle contaba con la precisión de quien conoce su oficio y lo ama profundamente.
Ana escuchaba embelesada mientras Cristina compartía lo gratificante que era encontrar el equilibrio justo entre mente y sentidos. “Es como descubrir algo escondido”, decía, mientras Ana la observaba emocionada, sintiendo por primera vez que entendía realmente lo que esa pasión significaba para su hija. Fue entonces cuando, con voz temblorosa pero firme, Ana le dijo que no solo había venido a verla… sino a despedirse. Y también, a pedirle perdón.
El aire se volvió más denso. Cristina enmudeció por un instante. Ana continuó, dejando aflorar una verdad que la carcomía desde hacía tiempo: cuando su hija le confesó que se iría a Madrid, ella no reaccionó como debía. No la apoyó. Se dejó llevar por el miedo, por el temor de perderla, por un egoísmo inconsciente que hoy pesaba en su corazón. Con los ojos llenos de lágrimas, Ana le confesó: “Fui egoísta. No pensé en ti, solo en mí.”
Cristina, conmovida, se acercó sin decir palabra, le tomó las manos con dulzura y le respondió desde lo más profundo: “Mamá, nunca vas a perderme.” Esa simple frase rompió la barrera de culpa que oprimía el pecho de Ana, que bajó la mirada y soltó: “Es que te quiero más que a nada en el mundo.” A lo que Cristina respondió con ternura, devolviéndole la mirada: “Y yo también te quiero.”
En ese instante, madre e hija se miraron de verdad, como dos almas que por fin se encontraban después de tantos silencios, malentendidos y heridas no sanadas. La despedida, entonces, dejó de ser un momento triste para transformarse en una reafirmación del amor que las unía. Ese amor, el de madre e hija, que ni la distancia ni las decisiones difíciles pueden destruir.
Se abrazaron con fuerza, en silencio, con la certeza de que aunque el camino a partir de ahora sería distinto, el vínculo permanecería intacto. Ana le entregó a Cristina un pequeño objeto que guardaba desde hacía años: un relicario con una foto antigua de ellas dos junto a la madre de Ana. Era su manera de decirle: “Lleva contigo tus raíces.”
Cristina, emocionada, prometió conservarlo como un símbolo de todo lo vivido. En ese laboratorio que tantas veces había sido testigo de su crecimiento profesional, también quedaría ahora impregnada la esencia de un reencuentro emocional. Inspirada, comenzó a esbozar en su mente una nueva fragancia. Una que hablara de segundas oportunidades, del perdón y del amor materno. Un perfume que llevaría el nombre de su madre: Ana.
Por su parte, Ana salió del laboratorio con el corazón más liviano. Ya no había temor, solo gratitud por haber recuperado el lazo con su hija. Había sido capaz de enfrentar sus errores y poner en palabras lo que muchas veces había callado.
La despedida fue breve, pero transformadora. Ana y Cristina comprendieron que el verdadero amor no se rompe. Evoluciona. Y a veces, necesita un simple “perdón” para florecer de nuevo.