“No esperaba verte por aquí” – Una conversación cargada de reproches, heridas abiertas y sentimientos no resueltos

En el próximo episodio de La Promesa, se vivirá un momento tenso y emocionalmente intenso que desnudará las verdaderas fracturas que hay en el vínculo entre Pelayo y Marta, justo después de que se cancelara el tan esperado viaje que iba a marcar un nuevo comienzo para ambos. La escena comienza con una sorpresa incómoda: Marta, que no esperaba verlo allí, expresa su desilusión. Creía que Pelayo estaría ocupado con compromisos laborales importantes tras anular la escapada. Sin embargo, él, con aire resignado, le responde que sí tiene llamadas que hacer, pero que prefiere hacerlas desde la casa. Su tono es cordial, pero frío.

Marta entonces confiesa que se sintió apenada al saber que no harían el viaje. Para ella, aunque no puede desplazarse físicamente, le hacía ilusión ver las fotos del viaje, oír las historias, sentir que algo de ese plan seguía vivo. En cambio, lo que se ha impuesto es una sensación de vacío. Pelayo intenta suavizar la tensión recordando que Londres siempre estará ahí, disponible en el futuro. Pero Marta no se consuela con eso. Su respuesta deja entrever su dolor más profundo: “No hay que dejar pasar las oportunidades. La vida puede cambiar en un instante”. Es una frase cargada de advertencia, de nostalgia, de miedo.

Pelayo trata de mantener el equilibrio, respondiendo con un escueto “esperemos que no”, a lo que Marta, ya sin máscara, le devuelve con ironía: “Eso esperaba yo también”. Es entonces cuando la herida se abre por completo. Marta, con palabras que hieren sin gritar, le recuerda que uno no elige dónde nace, ni a qué familia pertenece. Ella, nacida en un entorno lleno de apariencias, se siente presa de un linaje que no ha hecho más que recortar sus alas. Le lanza la frase con frialdad: “Y aquí me tienes, prisionera”. Su voz no tiembla, pero el mensaje es demoledor.

A pesar del dolor, Marta mantiene la compostura. Le ofrece ayuda a Pelayo para subir a su habitación. Él acepta, pero no sin dejar un último dardo: le recuerda que no debería cantar victoria tan pronto. Marta, sin perder la calma, le recuerda que, a pesar de sus defectos, sigue siendo una de las mujeres más valiosas que ha conocido. Asegura que ella aún conserva muchas virtudes. Y eso, aunque no lo diga abiertamente, la convierte en alguien difícil de reemplazar.

A continuación, Marta lanza una propuesta casi nostálgica: sugiere que deberían sentarse a hablar tranquilamente algún día, cara a cara, sin reproches ni agendas ocultas. Pero Pelayo, visiblemente afectado, le dice que ese momento tendrá que esperar. Tiene otras gestiones que atender. No hay espacio para esa conversación ahora. Marta, conteniendo una emoción que asoma en su mirada, asiente. “Claro”, responde. Y se despiden con formalidades vacías: “Muchas gracias”, “Adiós”. Como si fueran dos extraños compartiendo techo pero no ya un proyecto de vida.

Mientras la escena se va apagando, el ambiente queda marcado por una música melancólica, por aplausos lejanos que suenan casi como burlas del destino, como ecos de un amor que ya no encuentra su sitio. La cámara se detiene en sus rostros, reflejando lo que no se dice: el dolor de dos personas que no supieron sostenerse cuando más lo necesitaban.

En la siguiente secuencia, la tensión se reaviva. Marta regresa y le pregunta a Pelayo de dónde viene. Él le explica que ha acompañado a María a su habitación y que ahora irá a la galería a hacer unas llamadas. Pero esa simple respuesta no calma la inquietud. Marta lo mira y le reprocha su distancia. Le echa en cara que apenas le ha hablado desde que volvieron del aeropuerto. Le recuerda que ni siquiera llegaron a tomar la carretera general. Fue una huida a medias, una ruptura que no se terminó de consumar pero que dejó heridas profundas.

El silencio de Pelayo lo dice todo. Marta insiste: “¿Vas a seguir rehuéndome? ¿Vas a seguir volviendo tarde esperando a que yo ya esté acostada?”. No es solo una queja. Es un grito desesperado por ser vista, escuchada, entendida. Le recuerda que lo suyo no fue una decisión repentina, que no hubo dudas de última hora. Fue una determinación dolorosa, profundamente meditada. Lo que sucedió no fue un capricho, sino el resultado de un cúmulo de decepciones y frustraciones.

Pelayo, dolido, le replica que también él está sufriendo. Que planear un futuro y ver cómo se desvanece en un instante es devastador. Pero intenta racionalizar la situación, recordándole que aún cuenta con el respaldo del actual gobernador civil, y que esa sigue siendo su mejor carta en la carrera política. Marta, sin embargo, le asegura que no todo gira en torno a la imagen pública. Para ella, el amor que compartían debía estar por encima de todo.

Pelayo entonces se abre por primera vez desde la ruptura. Le confiesa que tenía ilusión por formar una familia. Que sí, es cierto, eso también le daría una mejor imagen ante los sectores conservadores, pero lo más importante era el deseo sincero de construir una vida juntos. Ahora, se sabe un candidato en desventaja. “Lo superaré”, dice, pero sus palabras son más un acto de fe que una certeza.

Ambos recuerdan que han tenido diferencias antes. Que no es la primera vez que han chocado. Y que siempre han sabido salir adelante gracias a la franqueza con la que se han hablado, a la confianza, a la complicidad que había entre ellos. Marta quiere creer que eso aún existe. Le pregunta si sigue confiando en ese vínculo. Pelayo no lo niega. “Claro que sí, Marta. Pero te pido un poco de tiempo, por favor”, responde, con voz apagada. Es un ruego, casi una súplica. Y con esa frase, la conversación se cierra. No hay reconciliación, pero tampoco ruptura definitiva. Solo una pausa incierta, una tregua marcada por las heridas abiertas que aún sangran.