En este episodio cargado de tensión, la verdad y la mentira se entrelazan en un intercambio que deja entrever heridas del pasado y sentimientos que aún no se han cerrado del todo. La conversación arranca con un tono directo, casi desafiante, cuando alguien pone sobre la mesa un rumor que empieza a agitar las aguas. El protagonista, sorprendido y algo incómodo, exige saber quién ha sido el responsable de difundir esa información. Su reacción no es solo curiosidad: hay indignación, una necesidad urgente de frenar lo que él considera una distorsión de la realidad.
Con voz firme, niega categóricamente que lo que se comenta sea cierto. Insiste en que la versión que circula no se ajusta a los hechos, y lo hace con un matiz que oscila entre la defensa propia y el deseo de proteger a alguien más. Sin embargo, no tarda en emerger un nombre: Begoña. Ese vínculo, que en su día tuvo fuerza y significado, se convierte en el núcleo de la conversación. Él admite que hubo una relación entre ellos, pero recalca que eso es cosa del pasado, un capítulo cerrado que no tiene cabida en el presente.
El problema real, según él, es que quien le acusa no actúa movido por la verdad, sino por celos. Los celos, dice, son la fuerza invisible que está manipulando la percepción de los hechos, distorsionando las intenciones y envenenando las relaciones. Esa emoción, tan poderosa como destructiva, está provocando que se vean fantasmas donde no los hay, que se interpreten gestos inocentes como señales de algo oculto.
La escena se carga de una tensión casi palpable: por un lado, la firmeza con la que defiende su versión; por el otro, la sospecha que se ha sembrado y que amenaza con crecer. Su declaración final, corta pero contundente, busca poner punto final al asunto: lo que existió con Begoña terminó, y no hay vuelta atrás. Sin embargo, en el aire queda flotando la pregunta de si realmente todos los implicados están dispuestos a creerlo… o si los celos seguirán siendo un enemigo silencioso que alimente el conflicto.