Spoiler: La promesa avances.

Nadie en el palacio, ni siquiera aquellos que habían convivido con él durante toda la vida, habría sospechado que aquella noche cambiaría el rumbo de tantas cosas. Curro, quien siempre había vivido a la sombra del poder, como un sirviente discreto y relegado, se hallará frente a una encrucijada que transformará no solo su destino, sino también el de toda la Promesa. Una verdad mantenida en silencio, una revelación inesperada y una decisión capaz de quebrar lazos profundos dejarán a todos sin palabras. Y justo cuando la derrota parecía inminente, un acontecimiento imprevisible reescribirá las reglas del juego. La duda es clara: ¿será ya demasiado tarde o esa sacudida significará el inicio de un renacer?

El jardín de la Promesa guardaba un silencio espeso, como si supiera más de lo que dejaba ver. Bajo los pies de Curro, las viejas piedras parecían narrar historias de redención de quienes habían pisado ese suelo antes que él. Sentado en un banco gastado por los años, el joven mantenía los puños cerrados, buscando en la noche un alivio que no llegaba. La luz tenue del palacio se proyectaba en las paredes formando sombras largas, semejantes a espectros del pasado que se negaban a liberarlo.

Entonces apareció Ángela, con pasos leves, casi como arrastrada por una fuerza que no podía resistir. Su vestido se iluminaba con la claridad de la luna, y en sus ojos brillaba algo más fuerte que el miedo: la determinación. Se detuvo frente a él, desafiante.
—Has trabajado demasiado hoy —murmuró primero, pero enseguida cambió el tono—. Tenía que hablar contigo.

Curro, agotado, sintió cómo su atención volvía. Ella se sentó a su lado, acomodando la falda con calma antes de mirarlo directamente.
—Se trata de ti, de lo que realmente eres —dijo con un suspiro profundo—. Eres hijo del marqués. Aunque tu madre fuera una criada, tu sangre es noble.

Curro desvió la mirada hacia el río cercano y sonrió con amargura.
—No basta con la sangre, Ángela. Ni mi padre ni la casa real me reconocen. A sus ojos, solo soy un sirviente. Y cada día siento más que eso es todo lo que siempre seré.

Ella le tomó el brazo con fuerza.
—No puedes rendirte, no de esta forma.

Pero el joven, con la mirada perdida en el horizonte, confesó:
—Estoy cansado. Cansado de servir, de fingir, de buscar justicia por mi hermana sin encontrar nunca nada. Estoy pensando en marcharme.

Ángela se sobresaltó, incapaz de ocultar su miedo.
—¿Dejarlo todo?
—Tal vez sea la única manera de empezar de nuevo —respondió él casi en un susurro.

En ese instante, Curro la miró con intensidad.
—¿Y si vinieras conmigo?

La propuesta flotó en el aire como un latido suspendido. Ángela dudó.
—Sabes que mi madre nunca lo permitiría.
—¿Desde cuándo decides tu vida según lo que ella quiera? —replicó Curro con rabia contenida.

Ella buscó palabras que no lo hirieran.
—Te amo tal como eres, pero no puedo permitir que renuncies a ti mismo.

Las lágrimas rodaban por su rostro, pero Curro ya no la escuchaba. Se levantó con brusquedad y sentenció:
—Nunca lo entenderás, Ángela.

Se marchó con pasos firmes, dejándola sola, rota entre sollozos bajo los árboles.

Al llegar a su cuarto, descargó su rabia vaciando los cajones. López, al verlo, se quedó desconcertado.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
—No aguanto más, Lope. Este palacio me asfixia. En dos días me iré —respondió Curro, con los ojos encendidos de una resolución inquebrantable.

El cocinero intentó detenerlo, apelando a la esperanza, pero nada lo convenció. Curro había decidido abandonar todo, incluso la búsqueda de justicia por su hermana.

López, impotente, corrió a la cocina donde Ángela ayudaba a Petra. Se acercó en voz baja:
—Es Curro… Ha dicho que en dos días se marchará del palacio.

El rostro de Ángela se tensó de inmediato.
—No. No lo permitiré.

Al amanecer, subió decidida hasta el despacho del marqués. Alonso, sorprendido al escuchar la noticia, sintió un nudo en el pecho.
—Curro es mi hijo —murmuró con voz quebrada—. No puedo dejar que se marche así.

Ángela le propuso una salida: escribir a la casa real. Explicaría el papel crucial de Curro en la captura de Lorenzo y su valentía, exigiendo el reconocimiento que merecía. Alonso dudó, pero finalmente aceptó, firmando la carta con firmeza.

Para sorpresa de todos, la respuesta llegó ese mismo día. El sello real confirmaba que Curro era reconocido oficialmente por sus méritos. Alonso, exultante, corrió en busca de su hijo antes de que fuera demasiado tarde.

Lo encontró en el umbral del palacio, maletas en mano, a punto de marcharse.
—¡Curro, espera! —gritó.

El joven se detuvo, confundido. Ángela apareció corriendo tras él y lo tomó del brazo.
—No puedes irte. La casa real te ha reconocido. Todo por lo que has luchado ha dado fruto.

Curro sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Se dejó caer en un banco, con las manos temblorosas, mientras Alonso confirmaba con voz firme:
—Hijo mío, ya nada podrá negarte tu lugar.

Ángela, a su lado, añadió con ternura:
—Es la hora de mostrar quién eres en realidad.

Un destello de determinación encendió los ojos de Curro por primera vez en mucho tiempo.
—He vuelto, y esta vez nadie me subestimará —afirmó con firmeza.

Ángela lo miró con orgullo y alivio. Alonso, emocionado, lo observaba de lejos con la satisfacción de un padre que por fin reconocía a su hijo.

Pero la calma fue breve. La tensión volvió al palacio cuando Cristóbal, lleno de rabia, descargó su ira contra los sirvientes, amenazándolos con reducirles el sueldo. López, indignado, habló de huelga, pero en ese preciso instante un sonido de pasos resonó en la escalera principal.

Rómulo apareció envuelto en una capa oscura, imponente, con Leocadia detrás. Su regreso provocó un silencio sepulcral. Todos lo miraron con incredulidad.

Con dignidad solemne, entregó al marqués una carpeta de cuero. Allí, reveló la verdad: Cristóbal no era un simple mayordomo, sino un sicario al servicio de nobles vengativos. Su verdadero nombre ni siquiera era Cristóbal… y, para colmo, era el padre de Ángela.

El silencio se hizo insoportable. Ángela quedó paralizada, incapaz de comprender que su vida había estado marcada por un secreto tan brutal. Alonso, atónito, exigió explicaciones a Leocadia, quien apenas pudo balbucear una defensa débil.

La tensión alcanzó su punto máximo: todos los secretos habían salido a la luz. Y en medio de aquel caos, el destino de Curro, Ángela y la Promesa misma quedaba suspendido en un frágil hilo, esperando el próximo movimiento.