La justicia es una llama que no se apaga

La justicia es como un fuego imposible de sofocar, y en La Promesa esa chispa ha encendido una hoguera que consume secretos largamente ocultos. La seguridad de una familia poderosa se tambalea, y lo hace de un modo tan inesperado que nadie podría haberlo previsto. Lo que parecía estable se resquebraja: un asesinato olvidado, una venganza latente y una revelación que cambia para siempre la vida de los personajes más queridos.

Curro, en el centro de la tormenta, se encuentra atrapado entre el abismo de la desesperación y la claridad de la verdad. Una idea, tan peligrosa como necesaria, empieza a crecer en su interior: que Leocadia, la madre de Ángela, sabe más de lo que aparenta. Sin embargo, sospechar no es lo mismo que confrontar, y para Curro llega el momento de enfrentarse a ese miedo. “Estoy tan cerca… no puedo detenerme ahora”, se repite en silencio, mientras su propia voz interior le advierte que su vida vale más que cualquier venganza. Pero la sed de justicia se vuelve más fuerte que cualquier advertencia.

Al día siguiente, con el pulso acelerado, Curro se presenta ante Leocadia. La mujer, normalmente fría y reservada, recibe un cuestionamiento directo:
—Leocadia, sé que trabajó para mi padre. ¿Alguna vez lo vio con un alfiler de corbata con un zafiro?

La reacción es inmediata. Leocadia palidece, sus ojos se abren con temor. Le advierte que son preguntas peligrosas, que callar sería más seguro. Pero la insistencia de Curro es inquebrantable. Necesita respuestas, porque ese alfiler podría ser la clave que una todo. Finalmente, entre temblores, Leocadia confiesa lo que había guardado con tanto recelo: el capitán poseía ese alfiler, y tras la tragedia de Hann, le ordenó que destruyera una pequeña caja. Sin embargo, ella no lo hizo. Movida por un presentimiento, enterró la caja bajo un viejo roble junto al puente.

Esa revelación cae como una bomba. Lo que parecía perdido tiene ahora una pista tangible. Esa misma noche, con Manuel y Abel a su lado, Curro cava bajo la lluvia y encuentra la caja metálica. Dentro, el alfiler de corbata con el zafiro y un trozo de tela desgarrada del uniforme de Hann. La prueba irrefutable: Lorenzo había forcejeado con ella la noche del crimen.

La rabia se apodera de Curro, que arde en deseos de acabar con su padre en ese mismo instante. Pero Manuel lo detiene con lágrimas en los ojos: “No te conviertas en él. Haremos justicia, pero de la manera correcta”. Abel, siempre calculador, traza un plan: entregar las pruebas a la Guardia Civil, pero utilizando una trampa. Lorenzo es demasiado influyente, no basta con acusarlo. Necesitan exponerlo con sus propias palabras.

El marqués se convierte en la pieza clave. Manuel lo enfrenta en la biblioteca, obligándolo a confesar antiguos fraudes y reconociendo, entre sollozos, que buscó dinero para salvar La Promesa sin imaginar los crímenes que Lorenzo cometería. Pero la tensión explota cuando aparece el propio Lorenzo, atraído por la confrontación. Sonríe con descaro, convencido de que puede manejar la situación, hasta que Curro le muestra la prueba: el alfiler con la tela. La burla se congela en su rostro. El marqués se derrumba, y Lorenzo, en un arrebato de soberbia, admite lo impensable: que asesinó a Hann y también a Mateo años atrás.

El instante se vuelve caótico. Abel entra en la sala acompañado por la Guardia Civil. La trampa ha surtido efecto. Lorenzo, arrinconado, intenta asesinar a Curro con un abrecartas, pero Manuel se interpone, recibiendo una herida leve. Los guardias reducen a Lorenzo, mientras el marqués, destrozado al ver la sangre de su hijo, se desploma entre lágrimas.

Los días siguientes son un torbellino. Los juicios revelan cada detalle oscuro. Lorenzo es condenado por doble homicidio, y el marqués, aunque no asesino, debe responder por encubrimiento y fraude. La Promesa queda marcada, con su reputación arruinada y un futuro incierto.

Curro, sin embargo, no siente la satisfacción vengativa que había esperado. En su lugar, experimenta un alivio profundo. La cadena que lo ataba a la venganza se rompe, y en su corazón queda un espacio nuevo, vacío pero sereno. Visita la tumba de Hann, no para hablarle de justicia ni de dolor, sino de paz. “Lo conseguimos”, le susurra, dejando una flor silvestre sobre la tierra.

Ángela, como un faro silencioso, lo acompaña en ese renacer. Ya no son un señorito y una dama de compañía divididos por la sociedad. Ahora son simplemente dos almas libres, unidas por un amor que sobrevivió a la oscuridad. Deciden marcharse lejos de La Promesa, a Córdoba, la ciudad de Hann, con la intención de construir una vida feliz como homenaje a lo que ella nunca pudo vivir.

En su última tarde en el palacio, mientras preparan sus pertenencias, Curro se mira al espejo. Ya no es el joven ingenuo ni el vengador cegado. Las cicatrices permanecen, pero han dejado de doler. Ángela se coloca a su lado y le pregunta:
—¿Estás listo?
Él no se mira en el reflejo, la observa a ella. Y en sus ojos encuentra no solo un futuro, sino también una promesa distinta: una promesa de vida, amor y esperanza.

Salen juntos del palacio, dejando atrás las sombras que los encadenaban. El peso de la justicia se ha cumplido, el duelo se convierte en memoria y el amor, contra todo pronóstico, se abre camino. Pero sobre La Promesa queda una duda: ¿qué destino aguardará a ese lugar maldito por los secretos y el dolor? Lo cierto es que para Curro y Ángela lo verdaderamente importante ha comenzado.

Su historia de venganza ha terminado, pero su historia de vida apenas empieza.