Una ola de frío asombro y luego una furia imparable se abate sobre el marqués Alonso al enterarse de la temeraria decisión de Cruz: declarar la guerra abierta a los poderosos duques de los Os Infantes. Para Alonso, esta acción es pura locura, un paso imprudente que roza la autodestrucción.
No se trata solo de enfrentarse a una familia noble y adinerada, sino a una entidad con una influencia enorme en todos los niveles: político, social y económico. Un choque directo, desatado con tanta ligereza, podría arrasar con los Luyan sin piedad, arrastrando la hacienda y la promesa familiar a un escándalo sin precedentes, un abismo que lo devoraría todo.
Desesperado, Alonso ruega a Cruz que detenga su insensatez, sus palabras son un torrente de preocupación y angustia, pero la marquesa, firme e inflexible, no parece estar dispuesta a ceder ni un ápice. Sus ojos helados reflejan una determinación ciega y peligrosa.
El marqués no puede creer que Cruz esté dispuesta a arriesgar tanto, poniendo en juego todo el patrimonio y la reputación familiar solo para acallar simples rumores malintencionados, voces que, con el tiempo, se desvanecerían por sí solas. Para él, es un acto impulsivo, una venganza personal que nubla cualquier razonamiento. Sobre todo porque, tras la trágica muerte de Gimena, los duques nunca mostraron hostilidad ni indicios de querer iniciar un conflicto.
Sin embargo, un pequeño detalle enciende una alarma en la mente de Alonso: fue Lorenzo quien insinuó que los duques podrían ser la verdadera fuente de esos rumores maliciosos. Conociendo el pasado manipulador y oscuro de ese hombre, Alonso sospecha con inquietante certeza que nada de esto es casual, sino parte de un plan meticulosamente urdido, una conspiración oculta destinada a destruir la estabilidad de la familia.
Mientras Cruz, cegada por la rabia y el orgullo, ignora todas las advertencias y sigue adelante con su peligrosa cruzada, Alonso teme que Lorenzo esté usando a la marquesa como una pieza ingenua en sus oscuros designios, y que el enfrentamiento con los duques sea solo el inicio de una crisis mucho más profunda, una tormenta perfecta que amenaza con arrasar la promesa.
En otro frente, tras numerosas dudas, silencios incómodos y postergaciones que han puesto a prueba su corazón, Pelaio finalmente promete a Catalina que estará a su lado, que enfrentará cualquier obstáculo junto a ella y que le brindará el apoyo incondicional que tanto necesita. Esta vez sus palabras parecen sinceras, cargadas de una emoción largamente contenida.
Pero Catalina, marcada por demasiadas incertidumbres, no se deja convencer por meras promesas. Lo que anhela con fuerza son acciones concretas, gestos que demuestren un compromiso real, una determinación que no deje lugar a dudas. Los silencios prolongados, las constantes dilaciones y la vacilación de Pelaio han minado profundamente su confianza, dejando cicatrices invisibles en su alma.
Y ahora que su embarazo, ya visible, no puede ocultarse por más tiempo de las miradas curiosas, Catalina exige con desesperada urgencia que se fije una fecha para la boda, un compromiso claro y definitivo que le devuelva su dignidad y seguridad.
Pelaio, aunque muestra una buena voluntad aparentemente sincera, sigue evadiendo esa responsabilidad, como si fuera un peso demasiado grande para cargar. Solo cuando se da cuenta de que Catalina ha llegado al límite de su paciencia, al borde de una crisis, está dispuesto a dar un paso decisivo, un movimiento que podría sellar finalmente su destino común.
Mientras tanto, Ana acaba de cruzar el umbral de la zona noble con una mirada perdida, como un pez fuera del agua, desorientada en un mundo que no siente suyo. Aunque la familia Luyan la ha recibido con cálida hospitalidad, casi real, y con una ostentación de generosidad, la verdad oculta tras ese lujo es muy diferente.
Ana ha caído en una trampa hábilmente preparada por Cruz, inconsciente del plan siniestro y manipulador que se esconde detrás de aquella sonrisa falsa y de las palabras melosas. Ahora, la joven ex criada está confinada en una habitación suntuosa, llena de comodidades pero fría y distante, una verdadera prisión dorada que ni siquiera le permite salir a enfrentar su inquietante nueva realidad.
El ascenso repentino de Ana a la élite altera radicalmente el equilibrio entre el personal de servicio. Los empleados se dividen entre un sincero orgullo por su éxito tras tantos sacrificios y sufrimientos, y una profunda melancolía, un sentimiento de pérdida que les oprime el corazón. Están felices por ella, por haber alcanzado un estatus social que parecía inalcanzable, pero también saben con amarga conciencia que nada será igual, que su pequeño mundo unido se ha roto.
Candela, Simona, Teresa, todas sienten que están perdiendo a una amiga, una hermana. Y mientras Petra comenta con su habitual cinismo pragmático que Ana pertenece ahora a otra clase, un afecto verdadero y profundo surge en los silencios cargados de significado de quienes la han acompañado hasta el último día, compartiendo alegrías y dolores.
En este clima tenso, Samuel aprovecha la situación para echar más leña al fuego, sembrando dudas y sospechas venenosas entre los sirvientes. Insinúa que Ana pertenece a un mundo distinto, que las diferencias de clase son un abismo insalvable. Sus palabras generan incomodidad, pero también una profunda reflexión en algunos miembros del personal, que empiezan a mirar a Ana con otros ojos.
Y justo cuando la atmósfera en la finca está ya cargada de ansiedad e incertidumbre, la misteriosa desaparición de una cruz preciosa en el palacio desencadena una alerta general. Todos se preguntan quién será el ladrón. La inseguridad se propaga como una epidemia, pero solo María Fernández ha visto con sus propios ojos al verdadero culpable: el padre Samuel.
Sin embargo, el miedo supera su sentido de justicia y su deseo de hacer lo correcto. María no se atreve a denunciarlo, temiendo las consecuencias inimaginables que podrían cambiar su vida para siempre. Mientras tanto, el comportamiento del sacerdote sigue sorprendiendo a todos, dejando un rastro inquietante de misterio, frialdad y arrogancia. Sus palabras son cada vez más cortantes, casi crueles.
Llega incluso a decirles a las cocineras, con tono despreciativo, que dejen de llorar por Ana, porque para él ya se ha convertido en una señora y pronto la olvidarán, relegándola al olvido de sus recuerdos.
Pero Ana no es la única que enfrenta tiempos difíciles en la hacienda. Curro, cada vez más confundido y lleno de dudas, es advertido por Martina, su voz de la razón, quien le insta a reflexionar con calma antes de aceptar un matrimonio impuesto con Ulia. Martina le lanza una pregunta única pero ardiente como el fuego: ¿Está realmente siguiendo su corazón y su verdadera voluntad, o está siendo víctima de las manipulaciones de Osekanulia? Dos figuras decididas a moldear su destino.
Los temores de Curro se intensifican cuando Ana le suplica con toda su fuerza que no ceda, que no se doblegue ante una elección que destruiría su felicidad. Para ella es impensable, inadmisible que su hermano sea empujado a un matrimonio sin amor solo para expiar la culpa por la muerte trágica de Paco. Le exige que enfrente a Lorenzo y Osquan, que levante la cabeza y no sacrifique su vida entera por una decisión impuesta, una prisión emocional.
Mientras tanto, Martina convierte su ira ardiente contra el conde en un plan concreto, una estrategia de venganza clara y decidida. Tras descubrir que él es el padre del hijo fallecido de Petra, Feliciano, entiende que posee finalmente un arma poderosa, una verdad capaz de destruir la reputación del conde. Decide usarla sin vacilar.
Se acerca a Petra con cautela pero firmeza y le lanza un mensaje claro, casi susurrado pero lleno de significado: juntas pueden hacer salir la verdad a la luz, revelar el secreto que durante años las ha atormentado.
Petra duda, su corazón está dividido. Enfrentar esto significaría arriesgar todo lo que ha construido: un pasado doloroso, un presente frágil y una inseguridad ganada con esfuerzo. Pero Martina no se deja desanimar por su incertidumbre.
Para ella, ha llegado la hora de actuar. El momento de la venganza ha llegado, porque si no detienen al conde ahora, él seguirá haciendo daño impunemente, sembrando destrucción y dolor.
Así, entre miradas cómplices que valen más que mil palabras y silencios cargados de significado, Martina y Petra forman una alianza tan audaz como peligrosa. Ambas han sufrido demasiado, ambas saben lo que significa estar heridas en lo más profundo por el conde, y ahora están listas para luchar por su justicia.
Martina, decidida a desenmascararlo de una vez por todas, le pide a Petra que le cuente todo: cada detalle, cada recuerdo, desde el primer encuentro con Ayala hasta la prematura y trágica muerte de Feliciano. Cada palabra, cada hecho podría ser la clave para hundirlo definitivamente.
Es el inicio de su venganza y quizás, el comienzo del fin para el conde.
Mientras María Fernández, Teresa y Vera expresan su creciente preocupación por la desaparición del crucifijo —un robo que ha alterado su rutina— y el cambio radical en la vida de Ana, Teresa confiesa a sus amigas que Ana parece ya no ser la misma, que algo en ella se ha apagado.