La promessa anticipazioni

Nadie habría podido anticipar lo que estaba a punto de suceder en La Promesa. Una noche marcada por el destino, en la que la vida de una niña pende de un hilo y donde la esperanza se disuelve en un aire impregnado de lavanda y de miedo. Catalina se muestra dispuesta a enfrentarse a todos y a todo con tal de salvar a su hija, mientras los pasillos del palacio resuenan con susurros prohibidos que nadie se atreve a pronunciar en voz alta. Justo cuando todo parece perdido, lo inesperado acontece.

De entre las sombras surge una figura que todos creían desaparecida para siempre. Entre sus brazos sostiene algo —o alguien— que cambiará el rumbo de los acontecimientos. ¿Quién ha regresado realmente? ¿Qué secretos encierra ese silencio cargado de significado?

El giro es devastador: Giana aparece de nuevo en los escalones del palacio, sosteniendo entre sus brazos a la pequeña Raffaela. Su retorno desestabiliza todas las certezas. Aquella a quien todos daban por muerta, vuelve viva, serena, transformada. La noche que parecía marcar el final de la vida de la niña se convierte en un instante suspendido entre el milagro y el misterio. Catalina, desgarrada por la enfermedad de su hija, se aferra a un plan desesperado: huir a Italia para buscar una cura, incluso si debe enfrentarse a su propio padre, Alonso. En paralelo, Leocadia y Lorenzo celebran en secreto, convencidos de que la tragedia ya es inevitable.

Pero lo imposible sucede. Raffaela, consumida por la fiebre, desaparece de la cuna y reaparece entre los brazos de Giana. Su silencio esconde verdades que pueden desmoronar los cimientos del poder y de la fe en el palacio. La atmósfera se transforma en una vigilia angustiosa. Catalina, exhausta, cae junto a la cuna tallada en madera, conteniendo sus sollozos sobre mantas impregnadas de lavanda. Su hija apenas respira, y a su lado el hermano gemelo duerme con la inocencia cruel de quien desconoce la gravedad de la situación.

Adriano, impotente, se derrumba, mientras fuera de la estancia Pia informa a otro médico. Sus palabras son temblorosas: todos los remedios han fallado, no queda más que esperar. En la sala principal, el marqués Alonso estalla en furia, incapaz de aceptar que ni su título ni su poder pueden salvar a su nieta. “¿De qué sirve ser marqués si no puedo proteger a mi sangre?”, grita mientras los sirvientes se retiran aterrados.

Es entonces cuando Catalina, transformada por el dolor en una madre leona, toma una decisión. “Nos iremos a Italia”, anuncia con firmeza, convencida de que allí existen clínicas capaces de salvar a Raffaela. Adriano duda, pero al final se deja arrastrar por su determinación. Alonso, sin embargo, irrumpe airado y la acusa de locura criminal. Catalina no se deja intimidar: denuncia al palacio como una prisión maldita donde la medicina fracasa y donde incluso las paredes parecen desear la muerte de la niña.

La tensión estalla. Alonso la desprecia, llamándola histérica, pero Catalina le responde con la voz quebrada por la rabia: “¿Alguna vez has tenido a un niño moribundo en tus brazos? ¿Has sentido cómo se apaga su corazón mientras los médicos se rinden?”. El marqués, herido por la acusación, intenta imponer su autoridad, pero la fuerza de Catalina lo silencia. No es histeria, es amor desesperado.

En medio de ese enfrentamiento, la voz de Pia rompe la desesperanza. Habla de una sanadora retirada en las montañas, expulsada de la medicina oficial, pero con fama de realizar milagros. Catalina enciende una chispa de fe en su mirada y decide partir de inmediato. Alonso gruñe con sarcasmo, pero Adriano la respalda: si existe una mínima posibilidad, deben intentarlo. Sin perder tiempo, Pia se marcha en busca de esa mujer misteriosa.

Mientras tanto, en otra parte del palacio, Leocadia envenena copas de cristal con astucia y se une a Lorenzo en la biblioteca. Brindan con indiferencia por un destino que creen sellado: la muerte de Raffaela. Catalina, por su parte, no se separa de la cuna y acaricia los cabellos húmedos de su hija, susurrándole promesas de que la sacará de allí aunque deba llevarla al fin del mundo. Adriano ora en silencio, dispuesto a dar su vida a cambio de la salvación de la pequeña. Incluso Alonso, abatido, deja entrever un dolor antiguo, un peso que creía enterrado.

El frágil silencio es quebrado por Leocadia, quien aparece con cruel desprecio, burlándose de lo que llama un espectáculo absurdo. Pero un gemido débil interrumpe la tensión. Catalina corre hacia la cuna: Raffaela abre los labios resecos y sus pestañas tiemblan. Es un signo de vida. Teresa y María Fernández confirman que la fiebre ha bajado. El alivio se apodera de la habitación; Adriano besa la mano de su hija en agradecimiento silencioso. Alonso, sorprendido, se acerca incrédulo. La niña está respondiendo, como si la fe hubiera devuelto un soplo de aliento. Leocadia, sintiéndose derrotada, murmura con rencor: “Solo es cuestión de tiempo”.

Al amanecer, el palacio despierta con un aire de expectativa. Catalina abre la puerta de la habitación y descubre la cuna vacía. El pánico la consume: Raffaela ha desaparecido. Busca desesperadamente, hasta que un crujido anuncia la llegada de alguien. En el umbral está Giana, serena, con la niña dormida entre sus brazos. “Buenos días”, dice con calma, “sí, soy yo, y estoy viva”.

La conmoción recorre a todos. Adriano se acerca con incredulidad, Catalina llora de esperanza y Manuel, paralizado, siente que ve un fantasma. Giana explica que aprendió mucho en su ausencia, que no era el momento de despedirse, y devuelve a Raffaela sana y salva. La niña está fuera de peligro. Catalina sonríe agradecida, incapaz de creerlo.

Manuel, dividido entre la alegría y la rabia, le reprocha: “Estabas viva y nos hiciste sufrir”. Giana, con lágrimas sinceras, responde: “No soy un ángel, soy una mujer. Hice lo que debía para sobrevivir. Reconquistaré vuestra confianza paso a paso”. Catalina la escucha conmovida mientras estrecha a su hija.

En la penumbra de los pasillos, Leocadia y De Nora se miran aterradas. El regreso de Giana no es solo un milagro: es un terremoto que lo cambia todo. La batalla real por La Promesa apenas comienza.