Spoiler — La promessa anticipazioni. Un tuono lontano squarcia il silenzio…
Un trueno lejano rompe el silencio solemne que se cernía sobre la Promesa. El eco de cascos golpeando el empedrado húmedo resuena en la penumbra, mientras nubes densas y amenazantes se amontonan sobre las torres. Los guardias, con un escalofrío que les recorre la espalda, escuchan cómo un nombre se susurra entre los arcos: Cruz. Pero no es la misma mujer que creían conocer. Con el rostro oculto bajo un velo y una mirada cargada de secretos, regresa envuelta en un torbellino de sospechas y temores.
Lorenzo aprieta el puño hasta sentir dolor, mientras murmullos de venganza se mezclan con lágrimas invisibles de terror. Nada escapará al juicio de Cruz, y toda alianza podría desmoronarse. Su retorno no es un accidente: ha vuelto para ajustar cuentas a su manera. Tras un simple cuadro se oculta un secreto devastador que no todos podrán soportar. Una misteriosa caja, un nombre pronunciado con fría determinación y un plan que avanza en silencio frente a todos forman parte de su regreso. Pero, ¿qué contiene realmente ese cuadro? ¿Y por qué el sargento Burdina ha sido convocado con tanta urgencia?
Justicia o venganza… solo hay una certeza: nada volverá a ser igual.
En la entrada principal, Alonso espera erguido, apoyado en su bastón, con el gesto dividido entre la gratitud y la incertidumbre. No sabe si sonreír o reprochar su presencia. Cruz desciende de la carroza vestida de negro, imponente como una gran marquesa, pero con el peso del dolor de quien ha estado lejos de todo. Su llegada al patio es firme: planta el pie con determinación y eleva la vista hacia la fachada del palacio. Nostalgia, orgullo y dolor se mezclan en su expresión. Aquella había sido su casa… ahora la observa con frialdad.
Alonso la recibe con voz controlada, casi distante, sin decidirse entre aceptarla o rechazarla. En ese instante, las puertas interiores se abren y aparece Manuel. Sus ojos cansados, marcados por noches de duelo y rabia, se clavan en ella. Cruz, por un momento, deja atrás su compostura y le dedica una sonrisa frágil, un destello de esperanza. “Hijo mío…”, susurra, tendiéndole la mano como quien busca un recuerdo perdido. Manuel no se mueve, su rostro tenso. “No me llames así”, responde con voz dura. Cruz queda con la mano suspendida, sin saber si retirarla o insistir. “Sé que estás enfadado. No hice lo que dicen. Nunca habría tenido el valor…”, murmura con voz quebrada, mencionando un nombre: Ann.
Manuel cierra los ojos como si una puñalada lo atravesara. Al abrirlos, las lágrimas brillan, pero la ira sigue ahí. “No digas su nombre. Demuéstrame que no fuiste tú. Hasta entonces, no me llames hijo”. Sus palabras caen como piedras. Cruz siente cómo se le rompe el corazón, pero no llora. Manuel retrocede, baja las escaleras y se aleja sin mirar atrás. Ella queda inmóvil, con el aliento contenido. “Hijo mío…”, repite, pero el viento del patio se lleva sus palabras.
Los días siguientes, la presencia de Cruz en el palacio es como una chispa sobre un montón de paja seca: basta poco para que todo arda. Allí donde entra, las miradas se dividen entre respeto, miedo y hostilidad. Una sola persona no oculta su desprecio: Leocadia. Para ella, Cruz debería seguir entre rejas. Desde su regreso, Leocadia siente que su posición peligra. Sus miradas se cruzan cada día, sin que ninguna ceda un milímetro.
En su primer enfrentamiento, la tensión se palpa. Cruz ordena colocar el misterioso cuadro en un lugar visible para todos. Leocadia entra con un vestido impecable y una sonrisa cargada de veneno, colgando retratos con manos seguras. “No necesito sentirme propietaria”, dice con firmeza, “lo soy, siempre lo he sido, y nada de lo que hagas lo cambiará”. Sus tacones repiquetean sobre el mármol mientras se acerca. “Veremos cuánto dura… El tiempo que pasaste en prisión fue muy productivo para mí. Gané la confianza de muchos, incluido el marqués. Muy pronto, todo lo que fue tuyo será mío”.
Cruz la mira con frialdad. “¿Qué quieres decir exactamente?”. Leocadia se inclina con malicia: “Alonso no estará nunca más solo. El palacio necesita a alguien que mantenga el control… y ese papel será mío. Pronto, Cruz, el título de marquesa me pertenecerá”. Cruz responde con voz firme: “No eres más que una invitada molesta. ¿Crees que algún secreto o chantaje te salvarán? Jamás”. El peso de sus palabras es el de años de rivalidad y acusaciones, una batalla silenciosa en un mundo de intrigas aristocráticas.
Leocadia sonríe con ironía: “Tu propio hijo no quiere verte. Te odia”. El golpe es directo al corazón de Cruz, pero ella levanta el mentón y sostiene la mirada. “Puedes intentarlo cuanto quieras. Siempre volveré… y encontraré la forma de destruirte”. La amenaza resuena en los pasillos silenciosos. Pia, que escucha desde la puerta, traga saliva. Los sirvientes intercambian miradas, esperando la inminente explosión.
Al día siguiente, la rivalidad es palpable. Cada comida se convierte en un campo de batalla: Cruz ordena platos que Leocadia critica sin piedad. Ella, en represalia, convoca a los sirvientes a su habitación de noche, alimentando rumores y pasos furtivos en la oscuridad. Una noche, Cruz grita: “¿Crees que tienes poder aquí, Leocadia? Yo tengo más”. La respuesta es un duelo de palabras afiladas, promesas de venganza y miradas como lanzas. Mientras tanto, herida por las palabras de Manuel, Cruz se niega a rendirse y busca la manera de recuperar a su hijo.