La Promessa anticipaciones

Romolo regresa tras meses de ausencia y lo hace como un vendaval que sacude cada piedra de la finca. La atmósfera enrarecida del palacio de Lospedroques se transforma en un torbellino de sospechas y tensiones apenas contenidas, pues su inesperada llegada coincide con un entramado de intrigas ocultas que amenaza con resquebrajar los cimientos mismos de La Promessa.

El aparente sosiego de la mansión se rompe en mil pedazos cuando Romolo, movido por su necesidad de descubrir la verdad, comienza a destapar los engaños de dos figuras que hasta ese momento habían logrado moverse en las sombras con sigilo: Cristóbal Ballesteros, el mayordomo rígido y enigmático cuya disciplina militar solo era fachada de un plan de manipulación psicológica, y Leocadia de Figueroa, mujer influyente en los círculos sociales y dueña de una elegancia que oculta un corazón calculador.

Hasta entonces, Cristóbal había sido percibido como un servidor impecable: reservado, con pasos firmes de oficial retirado, y con un lenguaje frío y cortante que imponía respeto. Sin embargo, esa imagen era apenas la superficie. En secreto, junto a Leocadia, tramaba estrategias destinadas a socavar la estabilidad de la casa. Sus encuentros nocturnos no ocurrían en las estancias del servicio, sino en los pasillos nobles, donde compartían confidencias en susurros y risas veladas, sembrando dudas y recelos entre los criados.

El rumor comenzó a propagarse gracias a la mirada atenta de María Fernández, siempre leal a la memoria de Jana y dispuesta a arriesgarlo todo por proteger tanto a su familia como a la finca. Fue ella quien convirtió las sospechas difusas en certezas palpables, especialmente cuando sorprendió a Cristóbal en una habitación prohibida, vestido únicamente con una camisa, iluminado por la luz temblorosa de una vela y acompañado de una risa masculina que confirmaba las peores conjeturas. En ese instante, el murmullo de la cocina se transformó en verdad evidente: lo que unía a Cristóbal y Leocadia no era un simple romance clandestino, sino un complot mucho más profundo y peligroso.

Las preguntas se multiplicaron. ¿Y si Cristóbal era en realidad el padre de Ángela? ¿Y si Leocadia, con su doble juego, había manipulado a todos —Cristina, Catalina, Alonso y la propia Ángela—, empujándolos hacia un abismo de incertidumbre? La amenaza era demasiado grande para ignorarla.

Mientras tanto, Cristóbal intensificaba su influencia dentro de la servidumbre, llegando incluso a poner la mirada sobre Lope, que sin saberlo quedaba atrapado en la telaraña de intrigas. En paralelo, Leocadia urdía un plan aún más siniestro: enviar a Ángela a Suiza, apartándola de la finca bajo el pretexto de ofrecerle nuevas oportunidades, cuando en realidad buscaba desterrarla y borrar cualquier vínculo que pudiera revelar la verdad sobre su origen.

La llegada inminente de la Guardia Civil a las puertas del palacio añadía una capa de peligro adicional. Lo que en un principio parecía un camino hacia la justicia se convertía en una lucha desesperada por la supervivencia de todos los que habitaban los muros de piedra. Secretos de sangre, traiciones veladas y miradas cargadas de sospechas se entrelazaban en una trama que avanzaba inexorable hacia una revelación devastadora.

En este escenario, María se alzó como la voz incómoda que se negaba a callar. Sus conversaciones con Teresa, llenas de dudas y recuerdos de desapariciones extrañas y muertes inexplicables, confirmaban que algo más oscuro estaba en marcha. Buscando consejo, se acercó a padre Samuel en el huerto, lugar de esperanza y renacimiento. Pero su confesión sobre las noches de Cristóbal en las habitaciones nobles fue recibida con frialdad. El sacerdote, consciente del veneno que ya corría por la casa, le pidió que guardara silencio. Aquella orden dejó en María una herida de impotencia, aunque también reforzó su convicción de luchar.

El contraste entre Petra y María se hizo más evidente que nunca. Petra, sumisa y leal hasta la ceguera, servía como aliada silenciosa del poder establecido. María, en cambio, se convirtió en la chispa de una posible rebelión. La tensión llegó a su punto más alto cuando Cristóbal apareció, frío e implacable, interrumpiendo la discusión y reduciendo a Petra al silencio con un simple gesto autoritario. A María, en cambio, la enfrentó con palabras cargadas de amenaza velada, recordándole que su lugar estaba en las tareas del servicio y no en indagar en los secretos de sus superiores.

Sin embargo, los planes de Cristóbal y Leocadia no se detenían. En encuentros clandestinos, ella, envuelta en sedas y con un cáliz de vino en la mano, revelaba las piezas de su siniestro tablero. Su estrategia incluía pequeños sabotajes: manteles mal colocados, platos insípidos, vinos cambiados, retrasos intencionados… todo diseñado para hacer parecer incompetente al servicio y sembrar la desconfianza entre los señores. Petra sería la culpable visible, mientras los verdaderos artífices se mantenían ocultos.

Además, Cristóbal recibió la orden de desaparecer una valiosa carpeta azul de la oficina de Alonso, conteniendo contratos importantes con Madrid. La idea era simple y cruel: desestabilizarlo psicológicamente, hacerle creer que había extraviado documentos vitales, debilitando así su autoridad ante todos.

El plan comenzó a ejecutarse con precisión escalofriante. Una cena se convirtió en un desfile de errores inexplicables: la sopa arruinada por exceso de sal, un vino inapropiado servido con los platos principales, un soufflé arruinado. Alonso, ruborizado de vergüenza frente a sus invitados, sintió cómo su control se resquebrajaba. A la mañana siguiente, al descubrir la desaparición de la carpeta, el marqués probó el sabor amargo del desconcierto.

Fue entonces cuando el sonido de unas carrozas en el patio quebró la rutina de la desgracia. Los criados, sorprendidos, dejaron caer lo que tenían entre las manos: Teresa soltó las sábanas, Lope palideció y María, al asomarse a una ventana, sintió renacer una chispa de esperanza. Romolo había regresado.

Más delgado, endurecido por la ausencia y con una determinación férrea, atravesó el portón con paso seguro. Su sola presencia irradiaba una energía capaz de contrarrestar el veneno de Leocadia. Avanzó como un juez, cruzando frente a Cristóbal sin pronunciar palabra, hasta situarse en medio del salón donde todos lo observaban con expectación. Allí, con voz firme, reveló lo que sabía:

“Te conozco desde Valencia, Cristóbal. Durante años has vivido a costa de los nobles, seduciendo y engañando. Has sido amante de Leocadia. Y puede que seas el padre de Ángela.”

El silencio fue absoluto. La máscara de Cristóbal se resquebrajó en ese instante. Ángela, pálida y con lágrimas en los ojos, llevó una mano a su boca incapaz de procesar lo escuchado. Leocadia, en cambio, trató de negar con palabras apresuradas, pero su rostro delataba el miedo. Alonso, Catalina y Cristina quedaron atrapados en un torbellino de dudas, mientras la joven Ángela balbuceaba, con voz quebrada:

“Mamá… ¿es verdad? ¿Él podría ser mi padre?”

El palacio entero quedó suspendido sobre un abismo de mentiras. Las certezas construidas a lo largo de los años se desmoronaban como un castillo de arena. Y en medio de aquel caos emocional, se hizo evidente que la verdadera revolución había comenzado: la de la verdad.

Romolo, con su regreso, se erigía no solo como un personaje clave, sino como la posible salvación de La Promessa, el único capaz de enfrentar el plan perverso de Cristóbal y Leocadia y devolver la justicia a una casa que había vivido demasiado tiempo bajo la sombra de la traición.