Spoiler – “Una ola de frío asombro seguida de una furia incontenible recae sobre el marqués Alonso…”
Una noticia estremecedora estremece el ambiente aristocrático: Cruz ha decidido declarar guerra abierta a los poderosos duques del linaje Os Infantes. Al enterarse, el marqués Alonso experimenta una explosión de incredulidad, seguida por una rabia que no puede contener. Para él, cruzar esa línea representa una locura. No se trata simplemente de una familia noble, sino de una dinastía con influencia colosal en todos los ámbitos: político, económico y social. Enfrentarla de manera tan impulsiva podría condenar a los Luyán y arrastrar su legado a un abismo devastador.
Alonso implora a Cruz que detenga su arrebato. Sus suplicas fluyen cargadas de miedo y tristeza, pero ella permanece inmóvil. Sus ojos, fríos como el hielo, reflejan una voluntad inquebrantable. No parece dispuesta a retroceder un milímetro. El marqués no comprende cómo Cruz puede arriesgarlo todo —la fortuna, el honor, la reputación familiar— por callar rumores efímeros que el tiempo habría disipado por sí solo.
Desde la muerte de Gimena, no hubo agresiones directas ni señales de hostilidad por parte de los duques. Por eso, Alonso ve en esta reacción un acto irracional, propio de un impulso de venganza que nubla el juicio. Además, una sospecha comienza a formarse: Lorenzo, hombre de fama ambigua y manipuladora, sugirió que los duques eran los responsables de sembrar esos chismes. Alonso, conna su historial, teme con certeza creciente que no se trate de casualidad sino de una trampa planeada. Cruz, víctima de su orgullo y su furia, estaría siendo usada como peón inconsciente en un plan mayor diseñado para derribar la estabilidad de los Luyán.
Mientras tanto, en el corazón del drama familiar, Pelaio por fin promete a Catalina que estará a su lado. Tras semanas de dudas, demoras y silencios incómodos que erosionaron su confianza, Pelaio se compromete: enfrentará cualquier tormenta junto a ella y le brindará apoyo incondicional. Sus palabras suenan sinceras, cargadas de esa emoción que parecía enterrada. Pero Catalina —herida por tantas promesas incumplidas— exige más que palabras: quiere hechos.
El embarazo, ya evidente a los ojos de todos, refuerza su urgencia. Catalina exige que se establezca una fecha definitiva para la boda, un compromiso que restaure su dignidad y proporcione seguridad para ella y el niño. Si bien Pelaio demuestra buena intención, continúa mostrando reticencia a asumir esa responsabilidad. Es solo cuando comprende que Catalina ha alcanzado su límite emocional que está dispuesto a dar un paso decisivo, uno que podría sellar su destino juntos.
En otro escenario, Ana, ex sirvienta ahora integrada en la zona noble, vive un desconcierto abrumador. La familia Luyán la recibe con aparente cortesía regia. Pero ese lujo esconde una trampa: Cruz la atrajo a un entorno de opulencia para encerrarla en un “palacio dorado” que se convierte en prisión. La lujosa habitación contrasta con un ambiente frío y distante. Ana se encuentra atrapada en un rol que no eligió, aislada y sin poder enfrentar su nueva realidad.
El personal de servicio se rompe en dos: unos celebran su ascenso con orgullo auténtico; otros lamentan la pérdida de la camaradería que una vez los unió. Simona, Candela y Teresa sienten que han perdido una hermana. Petra, con su habitual cinismo, comenta que Ana ahora está en otro nivel. Pero detrás de ese sarcasmo se adivina una tristeza profunda: una amiga se va, y el pasado común se rompe.
En medio de la tensión, Samuel añade combustible al fuego. Con sus insinuaciones venenosas, siembra divisiones: murmura que Ana ya no pertenece al mismo mundo que ellos y hace insinuar que la diferencia de clases es insalvable. Sus palabras generan incomodidad, pero también provocan introspección entre algunos miembros del servicio, que empiezan a mirar a Ana con ojos nuevos.
El ambiente ya estaba cargado cuando irrumpe una nueva crisis: desaparece una cruz preciosa del palacio. Se desata una alerta general. ¿Quién puede haber robado ese símbolo? María Fernández reclama haber visto al padre Samuel con el objeto, pero el miedo le impide denunciarlo. Su temor es mayor que su sentido del deber. Samuel, imperturbable, continúa con su semblante frío y altanero. Llega a decir a las cocineras que dejen de lamentar por Ana, ya que ella se ha convertido en “una señora” que pronto se olvidará. Esa frase hiere más allá del desprecio; produce escalofríos. El miedo se propaga como una sombra silenciosa en todo el servicio.
En medio de estas tormentas se encuentra Curro, sumido en dudas. Martina, su voz de conciencia, lo previene contra un matrimonio impuesto con Ulia. Se pregunta: ¿sigue su corazón o solo obedece a los deseos de Osekanulia? La presión para conformarse a un destino ajeno sacude sus convicciones. Ana también se une al reclamo: le implora que no se rinda ante un pacto vacío. Le dice con fuerza que no permita que sacrificios ajenos destruyan su posibilidad de felicidad.
Martina, por su parte, convierte el dolor en acción. Tras descubrir que el conde abrió una relación secreta con Petra y es padre del hijo fallecido de ella—Feliciano—tiene en sus manos una verdad devastadora. Se acerca a Petra con prudencia y decisión: juntas pueden revelar ese secreto al mundo y destruir la reputación del conde. A pesar del miedo y las dudas de Petra, Martina persiste. Este es el momento de actuar. Sólo así consideran detener el daño continuo que aquel apuesto manipulador ha causado. Así, entre miradas cómplices y silencios cargados de significado, ambas forman una alianza peligrosa, un pacto de justicia que podría sellar el principio del fin del conde.
Y así termina este capítulo con más dudas que certezas, pero con una promesa devastadora: la tormenta apenas comienza.
Cruz desafía a un enemigo poderoso sin prever las consecuencias. Catalina exige una certeza que Pelayo se resiste a otorgar. Ana está atrapada en un brillo que encarcela. Curro se debate entre el deber y el deseo. Martina y Petra preparan una ofensiva contra quien les robó el alma. Y el conde, aún intacto, podría enfrentarse por fin a su caída.