🔔 Spoiler – 38 años antes de La Promesa
Mucho antes de los enredos de La Promesa, concretamente 38 años antes, España fue escenario de una tragedia que dejó una marca indeleble en el imaginario colectivo del pueblo: la muerte prematura de la Reina María de las Mercedes, primera esposa del rey Alfonso XII. Este acontecimiento, ocurrido en 1878, conmovió profundamente a toda la nación, no solo por lo inesperado del suceso, sino también por el amor sincero y apasionado que ambos compartían, algo muy poco común en la realeza europea de la época.
La historia de su romance era tan conocida como el propio luto del rey, que llegó a inspirar una de las coplas más recordadas por generaciones:
“¿Dónde vas, Alfonso XII? ¿Dónde vas, triste de ti? Voy en busca de Mercedes, que ayer tarde no la vi…”.
Aquella canción encapsuló el dolor de un monarca viudo y dio lugar a una tradición o creencia romántica: el viudo joven y noble como figura trágica y deseable. Un símbolo que trascendió en el tiempo, reapareciendo incluso en la ficción ambientada décadas después, como La Promesa.
En la historia de La Promesa, esta idea se reencarna en Manuel de Luján, joven aristócrata marcado por la tragedia. En el año 1916, mientras Europa sangra por la Gran Guerra (aunque España permanece al margen), él carga con el dolor de haber perdido a su esposa, Hann, en circunstancias violentas y conmovedoras: fue asesinada mientras estaba embarazada, luego de una historia de amor que enfrentó muchos obstáculos.
Este evento trágico convierte a Manuel no solo en una figura envuelta en duelo, sino también en un personaje profundamente atractivo a ojos de la sociedad de su tiempo. Heredero de un marquesado, ingeniero de formación, discreto, apuesto y cultivado, Manuel representa el equilibrio entre la tradición y la modernidad. No es un aristócrata cualquiera: su tristeza lo vuelve aún más magnético para las jóvenes casaderas y sus madres, quienes lo ven como un verdadero “partidazo”.
Y precisamente eso preocupa a Manuel en el baile que el duque de Carvajal y Fuentes organiza en honor a Adriano: que muchas jóvenes se le acerquen con intención de conquistarle. Lo que él no sabe es que allí conocerá a Enora, una nueva incorporación interpretada por la actriz Sara Font, quien puede ser clave en el rumbo de su historia emocional.
El fenómeno de los viudos como objeto de deseo no era nuevo. Como ya ocurría desde la muerte de María de las Mercedes, a finales del siglo XIX y bien entrado el XX, la sociedad proyectaba sobre estos hombres un aura de romanticismo melancólico. En novelas, canciones, e incluso en el cine (como Rebeca, de Hitchcock en 1940), la figura del viudo joven, rico y triste se consolidó como un ideal de amor y redención. Un hombre que había conocido el amor verdadero y que, por tanto, sabía amar. Un hombre que podía volver a amar.
Este arquetipo se refleja en Manuel, cuya historia y porte no pasan inadvertidos ni en los salones de Córdoba ni en las casas nobles del Valle de los Pedroches. Con una instrucción elevada, visión de futuro y nobles raíces, él no representa simplemente al heredero de una fortuna, sino al viudo que sigue despertando interés genuino y romántico.
Su pasado lo envuelve en un halo trágico: perdió a Hann tras luchar por su amor. Y aunque esa historia parecía inigualable, hay quienes creen que aún puede encontrar consuelo y amor en una nueva relación. Algunas jóvenes sueñan con ocupar el lugar de Hann, otras aspiran a crear algo completamente distinto, pero en todas ellas resuena la esperanza de sanar el corazón de un hombre que ya supo lo que era querer.
Incluso el hecho de haber amado profundamente a su primera esposa lo convierte, paradójicamente, en un partido aún más codiciado. Porque eso significa que es capaz de amar con entrega, que conoce la vida en común, que no es un soltero inexperto sino un hombre que ha vivido y sufrido, y que por tanto, puede comprometerse con madurez.
Es en ese contexto donde la figura de Manuel alcanza una dimensión casi literaria. Si Galdós o Balzac lo hubieran conocido, lo habrían hecho protagonista de una de sus novelas. En la narrativa de La Promesa, es un símbolo de esperanza para muchas jóvenes que anhelan devolver la alegría a un alma herida. Y aunque el fantasma del pasado siempre estará presente, la posibilidad de construir algo nuevo se mantiene viva. Porque el duelo no desaparece, pero puede compartirse, suavizarse y rehacerse.
Pero cuidado: no todo es ideal. Estar con Manuel también implica convivir con su luto, con las expectativas que arrastra su pasado y con la sombra de Hann. Un compromiso con él puede estar lleno de retos emocionales y exigencias invisibles. Aun así, su juventud —ni siquiera ha cumplido los 30— le da margen para recomenzar. El tiempo, si bien no cura, sí ayuda a seguir adelante.
Y por eso, en ese baile del duque, donde los abanicos se agitan nerviosos y las miradas furtivas siguen cada paso de Manuel, el aire estará cargado de posibilidades. Porque aunque marcado por la pena, Manuel sigue siendo uno de los hombres más deseados y complejos de toda la aristocracia cordobesa. La gran incógnita es: ¿quién será la valiente capaz de tocar de nuevo su corazón?