Título: Manuela entre el amor y la fe: la confesión que rompe corazones
El ambiente se llena de tensión y melancolía cuando Manuela, con los ojos turbios por la culpa, se enfrenta a Gaspar para soltar una verdad que lleva días pesando en su pecho. Aunque él intenta calmarla, asegurándole que no ha hecho nada malo, ella no puede contener el nudo que la oprime. “Soy yo la que se siente culpable”, admite, y esa frase es la primera grieta que anuncia lo inevitable.
Gaspar, confundido, trata de entender. ¿Culpable de qué? ¿De amar? ¿De haber compartido con él momentos de ternura y pasión sinceros? Pero para Manuela, la culpa va más allá del amor terrenal. Ella no puede evitar mirar su situación desde los valores que ha seguido toda su vida, arraigados en su fe. Con la voz entrecortada, le confiesa que solo ha estado con un hombre en toda su vida: su difunto esposo. Y aunque la vida le ha dado ahora una nueva oportunidad de sentir, no puede evitar sentirse atrapada por los dictados de su conciencia y su religión.
El verdadero golpe para Gaspar llega cuando ella revela que, después de haber estado juntos, fue presa de tantos remordimientos que sintió la necesidad de confesarse. “Fui a ver a don Agustín”, dice con vergüenza. Gaspar se queda helado. No puede creer que Manuela haya contado a su confesor lo que pasó entre ellos. Ella se justifica diciendo que necesitaba a alguien que la guiara, que la ayudara a encontrar un sentido a todo lo que sentía. Don Agustín, según le cuenta, no la condenó, pero sí le recordó que debía mantenerse fiel a sus sentimientos, siempre en consonancia con lo que dicta la Iglesia.
Gaspar, dolido, entiende en ese momento que esa fidelidad religiosa está siendo más fuerte que lo que ellos habían comenzado a construir. Ella no se aparta de él como persona, pero sí de la intimidad, del vínculo emocional y físico que compartieron. Y aunque insiste en que él no ha hecho nada mal, que fue algo bonito y especial, también le dice con sinceridad que si volvieran a repetirlo, sentiría que está traicionando su esencia, traicionándose a sí misma.
El amor de Gaspar por Manuela es evidente. Él no la juzga ni la presiona. Al contrario, la escucha con una mezcla de tristeza y ternura, comprendiendo que no puede competir contra la fe que ella profesa con tanto fervor. Manuela, entre lágrimas, le agradece por su dulzura y por cómo la ha tratado, pero insiste en que no puede sentir de otra forma. Su corazón está dividido entre la pasión que apenas comenzaba a despertar y los principios que la han guiado durante años.
Finalmente, con la voz rota y los sentimientos a flor de piel, Manuela le dice que lo mejor será marcharse. “Lo siento mucho, Gaspar. De verdad, perdóname”, dice antes de dar media vuelta, dejando atrás a un hombre que la ama sinceramente, pero que no puede luchar contra los muros invisibles de su conciencia.
La música melancólica cierra esta escena desgarradora en la que dos almas que habían encontrado consuelo la una en la otra, ahora deben separarse por caminos distintos: uno guiado por la fe y la culpa, y el otro por un amor que no se resigna a morir.
Manuela se va, dejando a Gaspar con el corazón quebrado y el alma llena de preguntas. ¿Habrá otra oportunidad para ellos? ¿Podrá el amor vencer los mandatos del deber? Por ahora, la distancia se impone… pero el sentimiento permanece.