Tranquilo. Vamos a ver, Andrés, que ni loco a estas alturas…
⚠️ SPOILER: En esta escena cargada de tensión contenida, se desvela un enfrentamiento clave entre Andrés y Luis en el laboratorio, donde la presión empresarial, los errores estratégicos y la imposibilidad de cumplir con los plazos se enfrentan a la cruda realidad de los límites profesionales.
Era tarde. El laboratorio, que usualmente bullía de actividad, se encontraba ahora en un silencio pesado, solo interrumpido por el sonido ocasional de documentos siendo movidos y algún zumbido técnico de los equipos aún encendidos. Luis seguía allí, repasando papeles, intentando reorganizar sin éxito una situación que ya se le había ido de las manos.
Andrés entró sin anunciarse. Estaba tenso, visiblemente alterado, con el gesto crispado por el cansancio y la frustración. Al ver a Luis aún trabajando, no disimuló su sorpresa: no esperaba encontrar a nadie a esas horas. Sin embargo, no perdió tiempo en cortesías. Fue directo al punto. “El lirio no llega”, dijo con voz seca. Explicó que llevaba toda la tarde intentando desbloquear el envío, hablando con proveedores, gestionando llamadas y proponiendo soluciones. Pero nada. Todo había sido en vano.
Luis, que parecía haber previsto esta noticia, simplemente asintió con resignación. Su respuesta fue breve, pero llena de significado: “Estupendo”. No era sarcasmo. Era aceptación. Una aceptación dolorosa de que algo en lo que habían puesto tanto esfuerzo no saldría como esperaban.
Fue entonces cuando Andrés reveló el origen del problema. Gabriel, en un intento por asegurarse la exclusividad del lirio para la nueva fragancia del aniversario, había ofrecido más dinero al proveedor para desviar una partida de flores que ya había sido comprometida con una empresa portuguesa con sede en Oporto. El resultado fue desastroso: los socios lusos se enteraron de la maniobra y, con razón, reaccionaron con indignación. Andrés explicó que él mismo había intentado calmar la situación. Habló con ellos, ofreció disculpas formales, incluso compensaciones. Pero ya era tarde. El envío no vendría. La carga, según las últimas noticias, iba camino a Oporto como estaba previsto.
Luis escuchó todo sin levantar la voz, pero su silencio decía mucho. Al final, habló con un tono bajo y firme: “Entonces, hagámonos a la idea. No llegamos al aniversario con el nuevo perfume. Y ya está”. Sus palabras, lejos de querer herir, eran un intento por poner los pies en la tierra, por asumir lo que ya no se podía cambiar.
Pero Andrés no estaba dispuesto a aceptar esa realidad. Negarse a rendirse parecía lo único que podía hacer en medio de ese caos. Con un destello de desesperación, propuso algo que rozaba lo impensable: ¿y si lanzaban el perfume sin lirio? ¿Sería posible reformular la fragancia a última hora, eliminar ese ingrediente principal y aún así mantener la esencia del proyecto?
Luis no pudo contener la reacción. “¿Qué me estás diciendo, Andrés?”, preguntó entre incrédulo y molesto. Era como si no pudiera creer que, después de tantos meses de trabajo, alguien pudiera siquiera sugerir alterar la fórmula, el corazón del perfume, como si se tratara de un detalle menor. “Ni loco. A estas alturas, tocar la fórmula es una locura. Parece mentira que lo digas tú.”
Andrés, viendo la reacción de Luis, intentó suavizar la situación. “Tranquilo, no era mi intención encenderte”, dijo en un intento de calmar los ánimos. Pero Luis no cedía. Para él, la integridad del producto era más importante incluso que cumplir una fecha. Había una línea que no estaba dispuesto a cruzar, ni siquiera por presión externa.
“Hay que aceptar la realidad”, sentenció finalmente. Su voz, más baja, transmitía cansancio, pero también firmeza.
Andrés, sin embargo, no dejaba de insistir. Había mucho en juego, más de lo que Luis podía imaginar. Le confesó que tanto él como su padre habían apostado todo a ese lanzamiento. Que había expectativas, compromisos, inversiones en juego. Que el fracaso no era una opción. Luis, que lo miraba con atención, percibió en sus palabras no solo la presión empresarial, sino también una carga personal, una necesidad casi desesperada de no fallar.
Viendo la angustia en su rostro, Luis cambió ligeramente de tono. Ya no era el profesional inflexible, sino alguien que también estaba agotado. Le sugirió que lo mejor que podía hacer en ese momento era irse a casa. “Vete, Andrés. Es lo que voy a hacer yo. Descansa un poco. Está lloviendo mucho, ten cuidado con el coche.”
Era una despedida cargada de humanidad, pero también de derrota. No había consuelo posible. La situación no tenía arreglo inmediato, y lo único que podían hacer era prepararse para asumir las consecuencias.
Andrés no respondió de inmediato. Se quedó allí, de pie, procesando las palabras de Luis. A pesar del cansancio, no quería irse. Pero entendía que ya no había nada más que decir esa noche. Finalmente, asintió, dio media vuelta y se marchó, llevándose con él el peso de una crisis que, en el fondo, había dejado de ser solo profesional.
Luis, en cambio, se quedó unos minutos más. Guardó los documentos, apagó los equipos y se dirigió hacia la salida con pasos lentos. Sabía que al día siguiente todo seguiría igual o incluso peor. Pero también sabía que hay límites que no se deben cruzar, y que esa noche había defendido uno de ellos.
La conversación había sido breve, tensa y definitiva. Había dejado en evidencia no solo un conflicto operativo, sino una grieta emocional y profesional entre dos formas de ver el trabajo, la responsabilidad y el fracaso. Y aunque ambos se marcharon en silencio, el eco de sus palabras seguía resonando en las paredes del laboratorio.