Spoiler: El miedo de ser invisible
Una tarde serena, mientras la casa permanecía en silencio, Fina se encontraba sola, sumida en sus pensamientos, cuando unos golpes suaves en la puerta rompieron la calma. Al abrir, se encontró con Digna, su amiga de toda la vida. Solo con mirarla, Digna percibió que algo no estaba bien. Aunque Fina intentó disimular, fingiendo que simplemente disfrutaba de un rato para sí misma, Digna —que la conoce profundamente— le dijo con ternura que podía notar que estaba inquieta.
Ante esa mirada comprensiva, Fina no pudo seguir fingiendo. Con voz temblorosa, le confesó que se sentía angustiada por todo lo relacionado con Marta. Digna, al principio, no entendió del todo, pero pronto ató cabos. Había algo en ese repentino viaje de Marta a Londres con Pelayo que escondía más de lo que parecía.
Finalmente, Fina le reveló lo que llevaba en silencio: Marta había viajado para iniciar un tratamiento de fertilidad. Le pidió que no se lo dijera a nadie. No se trataba solo de un secreto, sino de una verdad que le dolía en lo más profundo del corazón. Esa confidencia no era menor; era una prueba del inmenso vínculo de confianza que Fina tenía con Digna, a quien consideraba más que una amiga, su refugio, su confidente de siempre.
A lo largo de la conversación, Fina se abrió aún más. Le contó que aunque en los planes estaba que ella también participara en la crianza del futuro bebé, algo dentro de sí le susurraba que quedaría relegada. Temía convertirse en lo que Digna había sido tantas veces: alguien importante, sí, pero condenada a vivir en las sombras. Una presencia constante, pero invisible en los momentos clave. Ese sentimiento la desgarraba.
Digna la escuchó con la calma de quien sabe acompañar sin invadir. No necesitaba decir mucho para transmitir apoyo. Fina, quebrada por dentro, expresó con honestidad su gran dilema: la ilusión de construir una familia con Marta era inmensa, pero el miedo también lo era. Miedo a no estar a la altura, miedo a equivocarse, y sobre todo, miedo a ser la razón por la que Marta perdiera la posibilidad de ser madre. Ayer se sentía plena, hoy se sentía temblorosa, insegura, vulnerable.
Ese momento fue una muestra clara de cómo incluso los sueños más deseados pueden despertar los miedos más profundos cuando están a punto de cumplirse. Digna no trató de minimizar lo que sentía Fina ni recurrió a frases vacías. En su lugar, le habló desde el alma. Le recordó cuánto había pasado, cuántas veces se había levantado cuando todo parecía perdido, y lo fuerte que realmente era. Le dijo que no siempre se puede saber si las decisiones son las correctas, pero que si había alguien con el coraje necesario para enfrentarlas, era ella.
También reconoció el valor de Marta. Para Digna, ambas eran valientes en un mundo que nunca les puso fácil amar libremente ni ser quienes eran. Y ese reconocimiento, en medio de tanto peso social, era un acto de amor.
Fue entonces cuando Fina, con la voz baja y los ojos húmedos, soltó una verdad que probablemente nunca antes se había atrevido a pronunciar: estaba cansada de ser valiente. No quería seguir luchando siempre. Solo anhelaba una vida tranquila, sencilla, sin tanta resistencia. Pero incluso en esa vulnerabilidad, Digna le recordó que, como en todas las batallas anteriores, también saldría adelante esta vez.
No hubo una solución inmediata, ni promesas grandilocuentes. La escena terminó con un abrazo profundo, con el silencio compartido que vale más que mil palabras, y con la certeza de haber sido escuchada y comprendida. A veces, no se necesita una respuesta, solo una presencia que te mire de verdad y te diga con el alma: “Te entiendo”.
Eso fue lo que Digna le ofreció a Fina: una pausa en medio de la tormenta, una mano que no exige, pero que acompaña. Una tarde que comenzó con angustia y terminó con humanidad.