Título: Unas galletas, una sospecha y un secreto escondido: el verdadero rostro del padre de Cristina
Sentadas al aire libre, bajo el cielo tranquilo que rodea la fábrica, Cristina e Irene comparten un instante de calma. El crujido de unas simples galletas contrasta con la tensión invisible que se respira entre ellas. A primera vista, parece una pausa casual en la rutina laboral, pero en el fondo, hay mucho más. Cristina, todavía conmocionada por la reciente detención de Remedios Hoyos, no puede ocultar su desconcierto. La noticia la ha dejado en un estado de incredulidad que apenas logra disimular con su tono sereno.
Confiesa algo inquietante: en algún momento llegó a pensar que Gabriel podía haber tomado prestadas —o robado— sus llaves del bolso para hacer una copia. Una sospecha que no ha querido compartir con nadie hasta ese instante. Irene, siempre inquisitiva, quiere saber más. Pero Cristina, algo incómoda, intenta minimizar la situación, como si ahora ya no valiera la pena seguir indagando, especialmente con Remedios tras las rejas. Aunque en su interior, las piezas no encajan del todo.
Ambas repasan lo que saben. Cristina menciona que Remedios solía estar en el laboratorio, empaquetando cosas, pero no cree que sea capaz de un robo. Por su parte, Irene aporta más datos: aparentemente, Remedios tenía una copia de las llaves del laboratorio, aunque nadie tiene idea de cómo obtuvo las originales. La conversación comienza a intensificarse, enredándose en una maraña de suposiciones e incertidumbres. Irene vuelve a poner el dedo en la llaga: quiere saber más sobre Gabriel. Cristina titubea, menciona vagamente algo sobre un beso, pero rápidamente se detiene. Prefiere no entrar en detalles.
Entonces, el foco de la conversación cambia. Irene informa que su hermano Gabriel ha decidido renunciar a su participación en el perfume que desarrolló Cristina. Con un tono sincero, le pregunta si en algún momento se sintió presionada por la junta directiva. Cristina admite que sí, que el ambiente se volvió incómodo y que prefirió tomar distancia para preservar su tranquilidad. Asegura que no solo fue una decisión profesional, sino también personal, una forma de reafirmarse a sí misma.
Irene le expresa su orgullo por esa elección y Cristina agradece con una sonrisa, reafirmando que necesitaba sentirse en paz consigo misma. Parecen dos mujeres fuertes, aliadas y decididas a apoyarse mutuamente, compartiendo una galleta como símbolo de esa sororidad. Pero lo que no saben es que no están solas.
Desde la sombra de unos arbustos cercanos, el señor Gutiérrez las observa con atención. Sus ojos no solo ven el presente, sino que viajan al pasado. Un recuerdo se apodera de él: una conversación que tuvo tiempo atrás con Damián. En esa charla, Damián se mostraba lleno de remordimientos. Confesaba sentirse culpable por haberle pedido ayuda al señor Gutiérrez y, aún más, por no haber actuado antes para evitar que Pedro engañara a dos mujeres: Irene, durante tantos años, y ahora también a Cristina.
El señor Gutiérrez lo escuchaba con serenidad, pero con una tristeza silenciosa. Le decía que ya no tenía sentido revolver el pasado, que si ambas mujeres estaban bien, era mejor dejar las cosas como estaban. Pero su expresión cambiaba al mencionar a Pedro, al que tacha de despiadado, alguien que ha causado más dolor del que aparenta. Y entonces, Gutiérrez deja escapar una revelación que hasta ahora ha guardado en silencio: solo cuando Pedro muera, si es que lo hace antes que él, se sentirá con el valor suficiente para decirle la verdad a Irene y a Cristina, y confesarle a esta última quién es realmente su padre.
El recuerdo se disipa, pero el señor Gutiérrez sigue ahí, inmóvil, oculto, con los ojos fijos en Cristina. La observa con una mezcla de dolor, cariño y culpa. Nadie sabe que está allí, nadie sabe lo que esconde. Mientras tanto, Cristina e Irene terminan su improvisada merienda. Se levantan para volver a sus obligaciones y, entre risas, comentan que deberían repetir más a menudo esos momentos simples pero reconfortantes. Se alejan caminando juntas, sin sospechar que han sido espiadas todo ese tiempo.
La cámara se queda con el señor Gutiérrez. Su rostro permanece impasible, pero sus ojos lo dicen todo. En su interior habita un secreto que podría cambiarlo todo. Él es el verdadero padre de Cristina. Un dato que lo ata a ella con una fuerza invisible, una verdad que aún no se atreve a revelar. La escena, que comenzó con galletas compartidas y confesiones discretas, termina con un peso mucho más profundo: el silencio de un padre que observa desde las sombras, esperando el momento justo para hablar. ¿Pero llegará ese momento? ¿O será otro secreto más que se pierda en el tiempo?
Una conversación trivial se convierte así en el preludio de una verdad poderosa, que podría derrumbar todas las certezas de Cristina. Y mientras ella y su amiga se alejan sin mirar atrás, el pasado, como un fantasma paciente, sigue acechando, esperando la ocasión perfecta para resurgir.