“Vamos a hacer esto, tío”

En un rincón apartado de la casa, donde el silencio pesa tanto como el aire viciado, se desarrolla una escena que quedará grabada en la memoria de Marta y Fina para siempre. El cuerpo sin vida de Santiago yace a pocos metros, un recordatorio implacable de lo que acaba de suceder. El impacto aún late en las venas de ambas, pero mientras Fina se sumerge en una espiral de pánico, Marta se aferra a un control frágil, decidido a no dejar que la situación las destruya.

—Vamos a hacer esto, tío… —rompe Marta el silencio, con un tono firme que contrasta con el temblor apenas perceptible en su voz.
—No se pasa así, Marta, por favor… —suplica Fina, la mirada vidriosa, las manos apretadas contra sus piernas.
Pero Marta no cede. Su insistencia es casi un escudo, una muralla levantada para proteger a Fina de algo que la propia ley no garantiza.

La desesperación se palpa. Fina, con el rostro desencajado, repite una y otra vez frases incoherentes, implorando perdón al cielo, sintiéndose culpable por un acto que, en realidad, fue la única salida. Marta, con los ojos clavados en ella, intenta anclarla a la realidad: Santiago vino para matarlas. Él fue el agresor. Fue defensa propia. Sin embargo, la brújula moral de Fina no se desvía: en su mente, lo correcto es llamar a la Guardia Civil y explicar la verdad.

Y ahí, en ese punto exacto, comienza la grieta.
Para Marta, la “verdad” es un lujo peligroso. Sabe que aunque los hechos estén claros, las preguntas incómodas no tardarán en llegar: ¿Por qué estaban solas en esa casa? ¿Qué relación tenían realmente con Santiago? ¿Y qué hay de aquel episodio del pasado que ambas han intentado enterrar en el silencio? Marta no está dispuesta a arriesgarse a que todo eso vuelva a la superficie.

—No la tenemos —responde Marta, tajante, cuando Fina insiste en que hay otra opción. Y con ese “no” está sellando algo más profundo que un simple desacuerdo: está decidiendo por ambas.

La tensión se eleva cuando Fina propone pedir ayuda a su padre, convencida de que él movería cielo y tierra para protegerlas. Pero Marta, más fría que nunca, rechaza la idea. Nadie debe saberlo. Ni familia, ni autoridades, ni amigos. Este es un problema de ellas dos y de nadie más.
Es entonces cuando Marta, con un suspiro casi imperceptible, suelta la frase que hace que la sangre de Fina se hiele: enterrarán el cuerpo de Santiago en un rincón apartado de la propiedad, tan remoto que será como si él nunca hubiera existido.

Fina siente que se le escapa el aire. Enterrar un cuerpo no es solo un acto físico, es cruzar una frontera moral de la que no hay vuelta atrás. Se aferra a lo que queda de su esperanza, rogando que no lo hagan, que encuentren otro camino. Pero Marta está decidida. Para ella, la ley es una trampa y la moralidad un lujo que no pueden permitirse. Lo único que importa es que Fina no pase ni un solo día en prisión. Y si eso significa borrar la existencia de Santiago, lo hará.

La discusión se convierte en un forcejeo emocional. Marta habla con calma, pero su mirada arde con una determinación feroz. Fina, en cambio, siente que cada palabra de Marta es un golpe contra sus principios. No se trata solo de un cadáver, sino de lo que implica para sus almas. El miedo de Fina no es ir a la cárcel, sino convertirse en alguien que jamás quiso ser.

La escena se intensifica cuando Marta, incapaz de soportar el temblor en la voz de Fina, la toma por los hombros y le asegura que no permitiría que Santiago “ganara”, ni siquiera muerto. En su mente, ocultar el cuerpo es un acto de justicia retorcida: evitar que el último recuerdo de ese hombre sea el de ellas como víctimas en un expediente policial.

Pero Fina no deja de repetir que eso no son ellas, que ellas no son así. Marta, sin embargo, no escucha esas palabras como un freno, sino como una muestra de la inocencia que debe proteger a toda costa. Y es precisamente esa pureza de Fina lo que la impulsa a ensuciarse las manos.

El momento culmina en un abrazo largo, doloroso, cargado de una angustia que asfixia. Las dos tiemblan, pero no por las mismas razones: Fina tiembla de miedo a perderse a sí misma, Marta tiembla ante la sola idea de perder a Fina por culpa de un sistema que, para ella, nunca ha estado de su lado. Ese abrazo no es solo de consuelo, sino un pacto silencioso, una promesa que ninguna de las dos sabe si podrá cumplir sin romperse en el proceso.

El silencio que sigue es denso. Afuera, el mundo sigue su curso, ajeno a la batalla interna que las dos libran en ese pequeño rincón. Dentro, la balanza entre moralidad y supervivencia oscila sin cesar. Y aunque Marta ya ha elegido su lado, Fina todavía mira al otro extremo, como si en cualquier momento pudiera saltar hacia él.
Pero en lo profundo, ambas saben que una vez que den el siguiente paso, no habrá vuelta atrás. Santiago dejará de existir para el mundo, pero su sombra se quedará con ellas, recordándoles que esa noche no solo enterraron un cuerpo, sino también una parte de sí mismas.

La cámara —si esto fuera una escena de serie— se quedaría fija en ese abrazo, en las manos de Marta apretando la espalda de Fina, en los ojos cerrados de esta última tratando de retener una última chispa de fe. No hay música de fondo, solo la respiración entrecortada de ambas y el eco de la decisión que acaba de tomarse.

Porque en ese instante, en esa casa, Marta elige la supervivencia. Y Fina, aunque no lo diga, elige a Marta.