Esta escena es un torbellino de emociones y tensión contenida. En el centro de este momento, Marta, visiblemente afectada, decide romper el silencio con una confesión que mezcla culpa y gratitud. Mira a Pelayo con sinceridad y le pide perdón por haberlo arrastrado, casi sin previo aviso, a una situación tan peligrosa y extrema. Sabe que le exigió demasiado, que le pidió más de lo que cualquiera podría soportar, y que, en el camino, lo expuso a riesgos que quizá jamás imaginó afrontar. Sus palabras no son rápidas ni impulsivas; se notan medidas, cargadas de un peso emocional que deja claro que lo que han vivido ha dejado cicatrices.
Pelayo, sin embargo, no acepta que ella cargue sola con ese peso. Con un gesto grave y un tono que mezcla remordimiento y preocupación, desvía el foco de la culpa hacia sí mismo. Le pide perdón, pero no por lo que ella cree, sino por no haber estado allí a tiempo cuando más lo necesitaban. Reconoce que, si hubiera sabido antes de la fuga de Santiago, habría hecho lo imposible por protegerlas, anticipando cualquier peligro que pudiera acecharlas. Sus palabras dejan claro que, más allá de cualquier estrategia o plan, lo que más le importa es la seguridad de ambas.

Marta, con un leve titubeo, le pregunta si, al menos ahora, está cuidando de ellas. Pero antes de que Pelayo pueda responder, es Fina quien toma la palabra. Su voz, teñida de resignación, corta cualquier esperanza de alivio: “Ya es demasiado tarde para protegernos… lo peor ya pasó”. Esa frase no es solo una respuesta, es una sentencia. Revela que lo ocurrido no tiene marcha atrás y que las huellas que ha dejado no se borrarán fácilmente. Su mirada perdida y su tono apagado hablan más que las palabras: Fina está marcada por lo sucedido.
Al notar la dureza de esa confesión, Marta suaviza su postura. Intenta tenderle un puente de consuelo, recordándole que lo que hizo fue en defensa propia y que, de hecho, salvó una vida, como ya había hecho antes. Sus palabras buscan amortiguar la culpa que consume a Fina, pero la herida emocional que ella arrastra es demasiado profunda. No se trata solo de lo que pasó, sino de lo que ese acto le arrebató por dentro.
Pelayo, siempre observador, percibe el agotamiento que la envuelve: no solo es cansancio físico, sino un desgaste emocional que la está llevando al límite. Le sugiere que se tome el día libre, que descanse, que se permita un respiro. Sin embargo, Marta interviene para recordarle que Fina ya se ausentó el día anterior, y que repetirlo podría levantar sospechas. Esa simple observación evidencia la delgada línea que caminan: entre la necesidad de cuidarse y el imperativo de no llamar la atención. Ambos saben que Fina no ha dormido en toda la noche y que ocultar el dolor será una tarea titánica, pero Pelayo insiste: fingir normalidad es la única forma de mantenerse a salvo.
Es entonces cuando Fina se atreve a poner en palabras su tormento. Con una voz quebrada, admite que nada volverá a ser igual porque ha quitado una vida con sus propias manos. Ese hecho, irreversible y brutal, se ha incrustado en su memoria y en su conciencia. Ya no es solo miedo o tristeza, es una pérdida definitiva de la inocencia. Ha cruzado una frontera invisible, y sabe que no hay camino de regreso. El remordimiento se dibuja en cada gesto, pero aun así toma una decisión que sorprende: seguirá con su rutina, abrirá la tienda y fingirá que todo está en orden. Se aferra a la idea de que aparentar normalidad es la mejor forma de protegerse, aunque por dentro lleve una tormenta que amenaza con desbordarse.

Dice que irá a cambiarse y se marcha, dejando un silencio denso en el ambiente. En ese momento, Pelayo se vuelve hacia Marta y, con seriedad, le advierte: los tres están asumiendo un riesgo enorme al mantener este secreto. La tensión que arrastran no es solo por lo que ocurrió, sino por lo que podría ocurrir si la verdad saliera a la luz. Marta, tocada por la lealtad que Pelayo demuestra, le agradece de corazón. Sabe que muy pocos se quedarían a su lado en una situación así, y que él ha elegido estar allí, compartiendo el peligro.
La escena, en su conjunto, es un retrato poderoso de lo que significa sobrevivir a un trauma. Muestra cómo la culpa, la lealtad y el instinto de autoprotección se entrelazan hasta formar un muro invisible que encierra a los personajes. Nadie está libre de miedo, pero todos, a su manera, eligen seguir adelante. Y aunque sus pasos sean cautelosos y sus miradas esquivas, cada uno sabe que el secreto que comparten es a la vez su escudo y su condena. Aferrarse a esa frágil normalidad es su única estrategia, aunque el precio sea vivir con el peso de lo que no pueden —ni quieren— confesar.