Yo nunca, nunca sola
En la penumbra serena de la noche, cuando el resto del mundo parece haberse desvanecido y todo queda reducido a un pequeño universo privado, Marta y Fina comparten uno de esos momentos que se graban para siempre en la memoria. Están acostadas, juntas en la misma cama, abrazadas como si el tiempo se hubiera detenido. La luz es tenue, apenas un destello cálido que dibuja sus siluetas, y el silencio que las rodea es tan profundo que solo se escucha el suave compás de sus respiraciones acompasadas.
Fina, con voz suave y dulce, rompe el silencio llamando a Marta “mi amor”. Esas dos palabras, tan sencillas, llevan detrás todo el peso de su historia y de sus sentimientos. Marta responde con la misma ternura, dándole permiso para abrir su corazón. Entonces, Fina confiesa con un tono cargado de emoción que la ama más que nunca, que ella es toda su vida y que jamás ha experimentado una felicidad tan plena. Sus palabras no son simples declaraciones; llevan la urgencia de quien necesita que la otra persona entienda la profundidad de ese amor. Repite una y otra vez “te quiero, te quiero muchísimo”, como si quisiera grabarlo en la piel y en el alma de Marta.

Se acercan hasta que sus frentes se tocan, compartiendo el mismo aliento, sintiendo el latido de la otra. Marta, sin embargo, percibe algo más allá de la intensidad de las palabras. Nota una sombra de melancolía en los ojos de Fina, un matiz que se cuela entre sus sonrisas. Con un tono suave, casi maternal, le pregunta qué le ocurre. Fina responde que solo quiere estar así, pegada a ella, como si fueran una sola persona, sin fisuras, sin distancias, unidas en cuerpo y alma.
Marta sonríe y le dice que estar con ella en ese instante es como revivir la primera vez que estuvieron juntas, un recuerdo que guarda como el verdadero inicio de su vida. Fina asiente y lo llama “el comienzo de su vida completa”, como si todo lo anterior no hubiera sido más que un prólogo que las preparó para este amor. La conexión que comparten es tan profunda que ambas saben que no hay nada que pueda compararse.
Con voz segura, Marta le confiesa que no puede imaginar su vida sin ella y que está convencida de que todas las pruebas y riesgos que han enfrentado solo han servido para reforzar lo que sienten. Fina la escucha con atención, pero su mirada intensa obliga a Marta a preguntar de nuevo: “¿Qué pasa? ¿No me crees?”. No lo dice por inseguridad, sino porque necesita asegurarse de que Fina sienta la misma certeza que ella.
Marta insiste en que nada ni nadie en el mundo podrá separarlas. Es una promesa firme, pronunciada sin vacilaciones. Fina la mira directamente a los ojos y, con la seguridad de quien no deja espacio a dudas, le responde que lo sabe, que incluso daría su vida por ella sin pensarlo. Marta, profundamente conmovida, le dice que lo único que desea es que compartan esa vida, sin promesas exageradas ni condiciones, simplemente el hecho de vivirla juntas.

Entonces Fina, con una determinación que corta el aire, asegura que jamás permitirá que algo malo le ocurra. Su “nunca” resuena como un juramento grabado en la noche, tan sólido que parece desafiar a cualquier destino adverso. Ese compromiso no queda suspendido en las palabras: lo sellan con un beso que empieza con suavidad pero pronto se profundiza.
Ese beso no es solo pasión; es pertenencia. Es un “tú eres mía y yo soy tuya” que no necesita explicaciones. Es la forma en la que dos almas se reconocen y se reclaman, no como posesión, sino como elección mutua. En ese instante, las amenazas y miedos del mundo exterior se disuelven, volviéndose impotentes frente a la fortaleza de su vínculo.
En la intimidad de esa noche, ambas sienten que son infinitas. No importa lo que pueda traer el mañana: han encontrado a su persona, a su amor perfecto, y están convencidas de que su historia está destinada a durar para siempre. Su amor no solo sobrevive, sino que florece, creciendo con cada instante compartido. Y mientras siguen abrazadas, Marta y Fina saben que, pase lo que pase, nunca estarán solas.