🔴 Está muerto: el secreto que podría destruirlo todo
La tensión llega a un punto de no retorno. Una escena que comenzó con miedo y desesperación se convierte en el inicio de una pesadilla que ninguna de las dos protagonistas imaginó jamás vivir. Marta, temblando, con las manos manchadas de la tragedia, repite entre sollozos: “Está muerto, Dios mío, lo he matado”. El peso de sus palabras cae como una losa en el silencio de la habitación. A su lado, Fina intenta contenerla, busca calmarla, aunque ella misma está aterrorizada por lo que acaba de ocurrir. Sabe que Marta no puede cargar con toda la culpa, y con firmeza le dice que no debe responsabilizarse. Según Fina, todo fue producto de una defensa inevitable: aquel hombre había irrumpido con la clara intención de dañarlas, de acabar con sus vidas, y lo que sucedió fue la única manera de salvarse.
Pero Marta no consigue convencerse. Sus ojos recorren el cuerpo inmóvil de Santiago, y aunque Fina insiste en que fue legítima defensa, ella siente que se ha convertido en asesina. Las dos discuten sobre la única salida lógica: avisar a la Guardia Civil. Fina insiste en que debe hacerse lo correcto, contar lo sucedido, aclarar que aquel hombre había escapado de la cárcel y que su aparición en la casa fue un ataque directo. Todo se resolvería si se explicara la verdad. Sin embargo, Marta se opone con vehemencia. En su mente resuena un temor mucho más grande: si llaman a las autoridades, quedarán otra vez en el centro de todas las miradas, serán cuestionadas y, sobre todo, sospechosas. Marta teme que las circunstancias se vuelvan contra ellas y que su nombre, ya marcado por demasiadas sombras, quede destruido.
La discusión se vuelve más desesperada a cada minuto. Fina, abrumada, señala lo evidente: “Míralo, Marta, está muerto, no podemos callarnos”. Pero Marta, con una frialdad nacida del pánico, asegura que no solo pueden, sino que deben guardar silencio. Jura que jamás permitirá que Fina pase un solo día en un calabozo, aunque eso implique cargar juntas con un secreto imposible de sostener. El dilema moral las atrapa: hacer lo correcto y enfrentar la justicia, o arriesgarlo todo en un plan desesperado para ocultar la verdad.

Ambas saben que cualquier paso en falso podría arruinarlas para siempre. La rabia y la impotencia de Marta crecen al pensar que incluso después de muerto, Santiago parece vengarse, pues ahora ellas están atrapadas en un callejón sin salida. La muerte no ha terminado con su amenaza: la sombra de ese hombre sigue pesando sobre ellas, obligándolas a tomar una decisión que podría marcar el resto de sus vidas.
Entre lágrimas, Fina propone pedir ayuda. Piensa en el padre de Marta, alguien que ya en el pasado ha movido cielo y tierra para proteger a los suyos. Sabe que él haría cualquier cosa para salvarlas. Pero Marta descarta la idea de inmediato: no quiere arrastrar a nadie más a la tragedia. Involucrar a otra persona sería condenarla también, y no está dispuesta a extender el círculo del secreto. Para ella, todo debe quedar entre ellas dos.
Entonces surge el plan más oscuro y arriesgado: deshacerse del cuerpo. Marta, con un tono helado, dice lo que Fina jamás hubiese esperado escuchar: “Lo enterraremos en la finca, lejos de aquí. Será como si Santiago nunca hubiese regresado a nuestras vidas”. El espanto en el rostro de Fina lo dice todo. No puede aceptar la idea de convertirse en cómplice de algo así. Enterrar un cadáver significaría cruzar un límite del que no habría regreso. Lucha por convencer a Marta de hacer lo correcto, de acudir a la justicia, de confesar la verdad.
Pero Marta insiste con una determinación que asusta. Su lógica es simple: no tienen otra opción. Si llaman a la Guardia Civil, no solo quedarán bajo sospecha, sino que también podrían perderlo todo: su libertad, su reputación y hasta el legado de Julia, que Marta aún siente como una responsabilidad inquebrantable. No está dispuesta a arriesgarlo. Cree que ocultar el cuerpo es la única salida para evitar que todo se derrumbe.
La tensión entre ambas mujeres se intensifica. Fina, con el corazón destrozado, repite que no son así, que no pueden convertirse en criminales, que ni ella ni Marta fueron criadas para vivir con una mentira de ese calibre. Pero Marta, cada vez más convencida, insiste en que es la única manera de sobrevivir. En su mente no se trata de matar de nuevo, sino de asegurarse de que aquel hombre —que ya les había hecho tanto daño— no continúe arruinándoles la vida desde la tumba.

La escena se llena de un silencio sofocante, roto solo por los sollozos y el latido acelerado de ambas. La muerte de Santiago, lejos de traer paz, ha abierto una herida que amenaza con devorarlas. Entre la culpa, el miedo y la necesidad de protegerse, Marta y Fina se encuentran en un abismo moral del que parece imposible escapar.
El peso de la decisión recae sobre ellas dos solas. Nadie más debe enterarse. Nadie puede sospechar lo que ocurrió esa noche. Lo que debería ser un acto de justicia se convierte en una condena silenciosa. La finca, testigo mudo de tantas historias, podría convertirse también en la tumba clandestina de Santiago.
Las preguntas sin respuesta atormentan a Fina: ¿podrán vivir con ese secreto? ¿Serán capaces de mirar a los ojos a su gente, a la familia, a los trabajadores, ocultando semejante verdad? Marta, por su parte, parece convencida de que no hay otra salida, aunque en su interior la culpa comienza a devorarla lentamente.
El destino de ambas queda sellado en esa conversación. Dos mujeres, un cuerpo, y una verdad que amenaza con salir a la luz en cualquier momento. La línea entre la defensa y el crimen se difumina, y lo que parecía un acto de supervivencia se transforma en una cadena de decisiones peligrosas que podrían arrastrarlas a la ruina.
En el aire queda flotando una certeza amarga: aunque Santiago esté muerto, su sombra sigue viva, y será capaz de perseguirlas incluso desde la tumba.