⭐ Hoy estoy un poco más lejos de ser gobernador civil, y todo gracias a esa dependienta que tiene a Marta obsesionada
La tensión vuelve a sacudir los pasillos de la residencia familiar y se manifiesta en un monólogo cargado de frustración, resentimiento y un profundo sabor a derrota. El protagonista, con la mirada perdida entre la rabia y la resignación, confiesa lo que hasta ahora mantenía oculto: siente que cada día se aleja más de su meta política, ese ansiado puesto de gobernador civil que tanto anhelaba, y lo más doloroso es que no es por su propia incapacidad, sino por culpa de una mujer aparentemente insignificante, una dependienta que ha logrado trastocar su mundo por completo.
Según él, esa mujer humilde, sin títulos ni influencias, ha conseguido lo que muchos poderosos no lograron: meterse en la cabeza y en el corazón de Marta. Su influencia es tal, que ha convertido a la joven en alguien que actúa bajo su consejo, que sigue sus pasos como si de una guía infalible se tratara, incluso si eso implica arriesgar el prestigio, los planes y la estabilidad de toda la familia. Esa cercanía es interpretada como una amenaza directa, un peligro que mina silenciosamente el control que creía tener sobre su esposa y sobre su entorno.
Lo irónico de la situación, y lo que lo consume aún más, es que recuerda con claridad que fue precisamente esa misma mujer la que, en su momento, convenció a Marta de casarse con él. Aquella decisión, en apariencia beneficiosa, parecía alinearse con su ambición y con el destino que había trazado para sí mismo. Creía que esa unión era el trampolín hacia el poder, una jugada maestra en el tablero de sus aspiraciones. Y, sin embargo, el tiempo ha demostrado que ese consejo fue un arma de doble filo: lo unió a Marta, sí, pero al mismo tiempo sembró en ella una lealtad inquebrantable hacia la dependienta.

Ese lazo invisible, esa influencia externa que no puede controlar, se ha convertido en una sombra que empaña sus días y lo obliga a reconocer una verdad que detesta: Marta no está enteramente de su lado. Por mucho que se esfuerce, por mucho que intente doblegar la situación, ella sigue los dictados de otra voz. Y esa realidad lo lleva a la conclusión más amarga: no vale la pena luchar contra lo que Marta siente. Intentarlo sería inútil, una batalla perdida de antemano.
Con resignación, admite que hay cosas contra las que no se puede competir. Puede intentar manipular, presionar o incluso ignorar, pero nada servirá si los sentimientos de Marta permanecen atados a esa mujer que parece controlar su mente y corazón. En medio de esa aceptación, sin embargo, deja escapar un reproche cargado de amargura: a él nadie le advirtió en qué se estaba metiendo aquel día en el que, frente al altar, pronunció el “sí, quiero”.
La imagen del casamiento aparece en su memoria no como un recuerdo feliz, sino como el inicio de una condena. Creía que estaba ganando seguridad, prestigio y una oportunidad para acercarse más a sus ambiciones políticas, pero en realidad ese día selló el inicio de su caída. Porque lo que en un principio se presentó como victoria, hoy lo percibe como una pérdida incalculable.
Y con voz quebrada, aunque cargada de rabia contenida, lo admite sin tapujos: ese día perdió mucho más de lo que ganó. Perdió libertad, perdió control, perdió la confianza en sus propios planes. El matrimonio, que debía ser su arma para ascender en la escala social y política, se transformó en un ancla que lo hunde en un mar de frustraciones. Cada paso que da hacia adelante parece devolverse con fuerza hacia atrás, y el responsable de todo esto, en su visión, no es él ni Marta, sino esa dependienta que nunca debió tener tanta injerencia en sus vidas.

El eco de sus palabras resuena en la estancia, cargado de música tensa que acompaña el peso de la confesión. La melodía subraya el dramatismo de su declaración: un hombre que, aun teniendo poder, riqueza y posición, se siente derrotado por la influencia de alguien a quien considera inferior. Esa mezcla de impotencia y rencor lo devora, y se convierte en un recordatorio constante de que, a veces, el enemigo más grande no está en los despachos de los rivales políticos ni en los salones de los poderosos, sino en los vínculos invisibles que alguien logra tejer alrededor de quienes más importan.
La escena deja claro que su obsesión por el cargo de gobernador civil no es solo ambición, sino también una válvula de escape, una necesidad de validación frente a todo lo que siente que está perdiendo. Sin embargo, la realidad lo golpea con crudeza: cada día está más lejos de ese sueño, y mientras tanto, Marta se le escapa de las manos, atrapada en una red que él no puede romper.
El silencio final, interrumpido solo por la música dramática, refleja su derrota interna. No necesita decir más. La conclusión ya está escrita: la boda que creyó su mayor triunfo fue, en realidad, el inicio de una caída dolorosa. Y todo, según él, por esa dependienta que nunca debió tener poder sobre Marta, pero que lo tiene, y lo seguirá teniendo, mientras él observa cómo su vida y sus planes se desmoronan.