Se puede, ¿no? — Raúl pensaba que te había quedado claro…
Raúl entra en la habitación, conteniendo una decisión difícil. Su rostro refleja resignación y tristeza. Se enfrenta a María por última vez, dispuesto a cerrar una etapa. Con voz firme, le dice que no volverán a verse. Va a dejar su trabajo. Está ahí, simplemente, para despedirse.
María, desconcertada, no entiende lo que está pasando. Pregunta, busca una explicación, pero Raúl mantiene su postura. Le desea lo mejor, dentro de lo posible. Pero ella, incapaz de asumir su partida, le suplica que se quede. Le dice lo más sincero que puede: lo necesita.
Raúl, dolido, le recuerda que fue ella quien le pidió que la olvidara. Que él, desde entonces, no ha hecho más que intentar cumplir con ese deseo. María insiste, sin entender por qué lo está perdiendo. Le pide que no la abandone. Pero él está herido, confundido. Ayer mismo, ella le hizo creer que lo suyo ya no tenía futuro, que él era solo un estorbo, un peso más en su vida.
Entonces María se derrumba. Le pide que la mire. Le dice que él no entendió nada. Le confiesa que ya no se siente entera, que no es ni la sombra de la mujer que fue. Se siente rota, vacía. En ese estado, lo único que la sostiene es su marido, no por amor, sino por necesidad, por dependencia. Es la única familia que le queda. Raúl, al escuchar eso, asume que ya no tiene lugar en su vida.

Pero entonces María cambia el tono. Le dice algo que lo desarma: “Tú eres lo mejor que hay en mi vida”. Aun así, no puede seguir mintiéndole, ni alimentando esperanzas. No porque no lo quiera, sino porque teme hacerle daño. Cree que con ella, él solo puede ser infeliz.
Raúl, dolido, le responde que no la entiende. Que le dice que lo necesita, pero que también asegura que no pueden estar juntos. María le explica que quiere tenerlo cerca, aunque sea solo como presencia, como consuelo, porque no podría soportar perderlo también a él.
Él la abraza con la mirada, luchando contra el dolor. Le pide que no llore, que no se castigue así. Su sufrimiento le destroza el alma. Le dice que, pese a todo, lo que vivieron juntos fue valioso, único, precioso. Que ella lo hizo sentir vivo, querido. Como nunca antes.
María, entre lágrimas, admite que ojalá pudiera amarlo abiertamente. Pero no puede permitirse algo tan hermoso. Solo puede conformarse con su cercanía. Y aún así, sabe que pedirle que se quede es egoísta.
Raúl, conteniendo su emoción, le responde con la única certeza que le queda: “Tú puedes pedirme lo que quieras”.
En ese momento, las palabras sobran. No hay solución clara. Solo queda el eco de un amor que no puede ser, pero que marcó profundamente a ambos. Lo que se rompe no es el cariño, sino la posibilidad de un futuro juntos. Una despedida emocionalmente devastadora, donde la renuncia no nace del desamor, sino de la imposibilidad.