Spoiler: Un momento de sinceridad entre Gabriel y Begoña

Begoña regresó a la casa con una mezcla de calma y determinación en su paso. Sin perder tiempo, se dirigió directamente al despacho familiar. Al abrir la puerta, se encontró con Gabriel, quien estaba allí, aparentemente revisando algunos documentos. La joven lo saludó con una sonrisa serena, y él, algo sorprendido por su presencia, le preguntó con cortesía si necesitaba usar la oficina.

Ella le respondió con naturalidad que no, que ese lugar le pertenecía más bien a su tío, don Pedro, y que mientras él estuviera ausente, no veía inconveniente en que Gabriel lo utilizara. Le confesó que, en realidad, lo único que buscaba en ese momento era un poco de paz. Gabriel, con una pequeña risa cargada de resignación, le comentó que eso, precisamente, era lo más escaso en esa casa.

Entonces, con una pizca de humor irónico, mencionó el golpe que aún marcaba su rostro, bromeando con que ya casi lo había olvidado… si no fuera porque don Pedro se encargaba de recordárselo cada vez que tenía oportunidad. Begoña, algo incómoda, se interesó por su situación y le preguntó si todo estaba bien entre él y su tío.

Gabriel no respondió directamente, sino que giró la conversación con otra pregunta: ¿Puedo hablar contigo sin filtros?.
Ella, sin dudar, le aseguró que sí, que podía hablar con total sinceridad. Y así fue como Gabriel se permitió abrir su corazón, revelando la profunda decepción que sentía.

Confesó que había perdido toda esperanza de tener una relación cordial con don Pedro, y que la idea de una convivencia respetuosa se había esfumado tras su llegada a la casa y, especialmente, a la empresa. Begoña lo observó con una expresión fría, pero no distante. Le dijo con cierta dureza que eso le pasaba por esperar algo de alguien como don Pedro. Ella hacía mucho que había dejado de esperar cosas de los demás. Para ella, la decepción era la consecuencia inevitable de la expectativa.

Gabriel insinuó entonces que quizás Begoña simplemente no estaba confiando en las personas adecuadas. Contra lo que él esperaba, ella no discutió ni se defendió, sino que aceptó con franqueza que tal vez tenía razón.

Fue entonces cuando Gabriel le compartió algo que la dejó sorprendida: le contó que había hablado directamente con don Pedro para pedirle que retirara la acusación contra Diosdado, el hombre que había actuado por impulso para defender a su hija. Begoña lo miró fijamente, sin ocultar su asombro. Le preguntó si hablaba en serio, si realmente se había atrevido a hacer algo así.

Gabriel, sin alardes, le aseguró que sí. Había ido a hablar con su tío con esa intención, pero la respuesta que recibió fue tan dura como inesperada. Don Pedro, lejos de mostrar comprensión, le dedicó una serie de palabras tan amargas que le dejaron un mal sabor en la boca. Gabriel lo dijo con tono irónico: así había sido su gran bienvenida a la empresa familiar.

Begoña, aún intrigada, quiso saber por qué había hecho algo así si ella nunca se lo había pedido. Al contrario, había intentado evitar ponerlo en una situación delicada. Gabriel le respondió con claridad: no lo hizo por obligación ni por compromiso. Lo hizo porque lo sentía. Porque al ponerse en el lugar de Diosdado, comprendía su reacción. Dijo que si él fuera padre y viera a su hija sufrir, también rompería las reglas si fuera necesario.

Begoña asintió lentamente con la cabeza, compartiendo plenamente ese sentimiento. Admitió que ella también habría hecho lo mismo, sin pensarlo dos veces. Ambos coincidieron en que lo que había hecho Diosdado no era un acto de rebeldía, sino de humanidad, una cualidad que, según Gabriel, don Pedro claramente no había mostrado en esta ocasión.

En ese momento, Begoña dejó a un lado su tono habitual de frialdad y le habló desde el corazón. Le agradeció sinceramente por su gesto, por haberse enfrentado a una figura tan autoritaria como su tío solo por hacer lo correcto. Le dijo que ese acto tenía un gran valor para ella, no solo porque demostraba empatía, sino porque revelaba quién era realmente Gabriel detrás de su fachada.

En ese espacio íntimo dentro del despacho, lo que comenzó como una conversación casual se transformó en un diálogo honesto y cargado de significado. Los dos encontraron en el otro una comprensión que escaseaba entre los muros de la casa de los De La Reina.

Gabriel, hasta entonces visto por muchos con desconfianza o indiferencia, mostró una cara más humana, más empática, revelando que su interés no era solo escalar posiciones, sino también actuar con principios cuando era necesario. Por su parte, Begoña, tan acostumbrada a blindarse emocionalmente, bajó la guardia por un momento y permitió que la gratitud hablara por ella.

El ambiente se llenó de una extraña complicidad. No era amistad, ni tampoco afecto romántico. Era más bien una alianza inesperada basada en el respeto mutuo y en el reconocimiento de una causa justa. Aquel gesto de Gabriel había tocado algo profundo en Begoña, quien, pese a su carácter reservado, no tuvo reparos en decirle cuánto significaba para ella.

A medida que la conversación avanzaba, el despacho parecía volverse un lugar distinto, ajeno al caos y la tensión del resto de la casa. Allí, dos personas marcadas por sus propias heridas encontraron un espacio de verdad, en el que, por un instante, los juegos de poder y las estrategias familiares quedaron fuera.

La escena cerró con un silencio cómplice. Gabriel no buscó reconocimiento ni gratitud, pero la encontró. Y Begoña, que nunca esperaba mucho de nadie, se permitió confiar —aunque fuera solo un poco— en alguien más.