Curro, ¿y vas a dormir ya? Un reencuentro marcado por besos, reproches y verdades silenciadas
La noche se extiende sobre La Promesa, pero el silencio del palacio está lejos de ser completo. En la penumbra de la habitación, un cruce inesperado entre miradas y emociones detona una de esas conversaciones que parecen simples, pero que esconden heridas, anhelos y deseos difíciles de ocultar. Curro, aún agitado por los recientes sucesos que han convulsionado su vida y la de todos los que habitan en el palacio, no concilia el sueño. Y justo cuando parece que el cansancio debería haberle vencido, su vigilia encuentra razón en la llegada de la visita que tanto esperaba.
Ella aparece, con pasos discretos, como temiendo interrumpir su soledad. La primera pregunta surge con naturalidad: “¿Y vas a dormir ya?”. Pero la respuesta de Curro es clara: no, no puede dormir, porque esperaba precisamente ese momento, esa visita, esa cercanía que, aunque negada a veces, le resulta indispensable. Ella, un poco incómoda, sugiere volver en otro momento, dejarlo descansar, pero él insiste con una determinación dulce: no quiere que se vaya, porque de repente el sueño ha desaparecido al verla.

La tensión entre ellos no tarda en hacerse presente. Queda el eco de un enfado reciente, una herida por no haber sido avisada de la llegada del coronel. Ella le recuerda aquel desencuentro, la rabia con la que lo miró entonces, las chispas que saltaron entre ambos. Curro, algo inseguro, se atreve a preguntar si sigue enfadada, pero la respuesta es ambigua. Entre reproches y medias sonrisas, el peso del rencor se disipa cuando él, con un gesto atrevido, propone un remedio inusual: seguir besándola para que mantenga cerrada la boca y no le recrimine más.
El juego entre palabras y besos comienza a teñir la atmósfera. Ella le contesta con ironía, aceptando la broma y dejando entrever que, aunque podría seguir hablando, no le importaría que sus labios quedaran nuevamente silenciados por los de él. Ese roce, más que un capricho, se convierte en la válvula de escape a la tensión acumulada, en un puente que une lo que las palabras todavía no logran ordenar.
Sin embargo, la conversación no tarda en desviarse hacia un tema inevitable: el capitán. La sombra de su figura, de sus abusos y crímenes, se cierne todavía sobre ellos. Ella, con un brillo de satisfacción en los ojos, le recuerda que por fin lo han conseguido: el capitán pagará por todo lo que ha hecho. El tono es triunfante, esperanzado, como si al fin se hubiera hecho justicia y el pasado pudiera dejar de perseguirlos. Curro asiente, sí, está contento, pero confiesa sentirse confuso. Todo ha sucedido con tal rapidez que apenas ha tenido tiempo de ordenar sus pensamientos, de entender cómo un cúmulo de secretos, traiciones y verdades ocultas ha desembocado en esa victoria tan inesperada como necesaria.
Ella intenta restarle importancia a esas dudas. “Da igual, da igual”, repite, queriendo convencerlo de que lo único relevante es que aquel hombre se pudrirá en la cárcel. Incluso si su nombre, el de Hann, no llega a aparecer en el juicio, lo fundamental es que el verdugo de tantos inocentes no podrá hacer más daño. El peso de las palabras es firme, como si deseara convencerlo tanto a él como a sí misma.
Curro la escucha, pero su mirada se pierde un instante, atrapada entre el alivio y la confusión. Entonces, invierte el juego: ahora es ella la que habla demasiado. Con un tono más ligero, casi juguetón, devuelve la broma de antes y reduce la distancia con un nuevo acercamiento. Entre ambos, los silencios dicen más que cualquier frase.
El momento se vuelve aún más íntimo, pero la sombra de la prudencia aparece con el recuerdo de que el padre Samuel podría interrumpirlos. Ella, inquieta, menciona la posibilidad de que regrese y los descubra. Curro, con una media sonrisa, le contesta que ya no hay nada más que hablar entre ellos. Y aunque la frase podría sonar a un cierre, la verdad es otra: no hay nada más que hablar porque sobran las palabras, porque lo que sienten no necesita explicaciones, porque los besos y las miradas ya han dicho lo que ambos intentaban callar.
En medio de la penumbra, el ambiente se carga de un magnetismo especial. No se trata solo de un alivio tras la caída del capitán, ni de un descanso merecido después de tanta intriga. Es el reconocimiento de que, en ese rincón apartado, ambos encuentran un espacio donde ser ellos mismos, lejos de los rumores, las sospechas y los juicios. Lo que comparten es más fuerte que el miedo, más verdadero que las dudas, y en ese instante, se permite florecer.

Los aplausos que resuenan al final, quizás metafóricos o quizá provenientes de la celebración de otros en el palacio, acompañan ese desenlace cargado de complicidad. Como si la propia vida se encargara de aplaudir ese pequeño triunfo íntimo, ese instante robado al caos y la incertidumbre.
La escena termina sin grandes declaraciones, sin promesas pronunciadas en voz alta, pero con la certeza de que entre ellos no hacen falta. El lenguaje de los cuerpos, las miradas sostenidas y el silencio compartido se convierten en testigos de lo que ambos sienten, de una verdad que no se puede ocultar. En un mundo lleno de intrigas, traiciones y justicia tardía, ellos encuentran un refugio mutuo, aunque sea momentáneo, aunque aún no sepan cómo enfrentarse al futuro.
Lo que queda claro es que, tras la caída del capitán, empieza una nueva etapa. Y en esa etapa, más allá de juicios y venganzas, lo verdaderamente importante será descubrir si el amor que han empezado a construir entre la desconfianza y el dolor puede sobrevivir a todo lo que todavía queda por venir.
Porque si algo enseña esta escena es que, aunque los enemigos caigan y las victorias se celebren, lo más difícil no siempre es derrotar al villano, sino aprender a confiar en los propios sentimientos y en la persona que camina a tu lado.