Y en los próximos capítulos de la serie La Promesa, Alonso se enfurecerá al descubrir que destruyeron el retrato de Cruz y se jurará a sí mismo que descubrirá quién fue el culpable
La atmósfera en el palacio de los Carril se tornará cada vez más tensa y oscura cuando Alonso, el marqués, se enfrente a una de las situaciones más indignantes que jamás haya vivido en su propia casa. Todo comienza en una mañana aparentemente tranquila, apenas con los primeros rayos del sol iluminando los pasillos, pero esa calma será rota abruptamente por una escena que dejará a Alonso sin palabras: el retrato de doña Cruz, aquel que con tanto detalle y respeto había sido pintado y colgado en el salón noble, yace destruido, esparcido en pedazos por el suelo. El marco, que antaño lucía majestuoso, está hecho trizas, y el óleo ha sido arrancado con evidente violencia. No queda duda: esto no fue un accidente, sino un acto deliberado.
Alonso, lejos de mostrarse pasivo o resignado, reacciona con una furia contenida pero poderosa. Sin llamar a ningún criado ni pedir explicaciones, gira sobre sus talones y grita con autoridad al primer sirviente que encuentra: “¡Avisen a todos! Nobles, empleados, huéspedes, todos deben reunirse en media hora en el salón.” La rapidez y firmeza con la que da la orden dejan claro que está decidido a llegar al fondo del asunto, sin tolerar ningún tipo de engaño o deslealtad.
Mientras la noticia corre por los corredores del palacio, la tensión crece entre sus habitantes. Los murmullos y susurros de los criados se mezclan con las expresiones de preocupación y nerviosismo de figuras como Leocadia, que frunce el ceño al enterarse de la convocatoria; Lorenzo, que aprieta los dientes preocupado; y Cristóbal, el mayordomo, que se prepara con un suspiro profundo para enfrentar la situación. Todos saben que algo grave está por suceder.
A la hora pactada, el salón se llena con una multitud que abarca desde el empleado más humilde hasta los nobles y familiares más destacados, incluido Manuel, el joven que tiene un vínculo especial con esta historia. La escalera central está tomada por miradas cargadas de tensión y sospecha. Entra Alonso vestido con un traje oscuro, sencillo pero imponente, caminando con la firmeza de un rey que no está dispuesto a tolerar faltas de respeto en su reino.
Con voz clara y penetrante, Alonso se presenta y hace un discurso que refleja todo el peso de los años de lucha, traiciones y sacrificios que ha soportado por mantener la fachada de la casa en pie. “Yo soy el marqués,” declara, y tras un silencio absoluto, comienza a contar que ha sido paciente y tolerante con demasiados absurdos y traiciones. Pero esta vez, señala el suelo con decisión, “esto es la gota que colma el vaso.” La destrucción del retrato no es solo un daño material, es una violación a la memoria y al honor de doña Cruz, a la historia de la familia y, en última instancia, una afrenta personal contra él.
Alonso anuncia que hará todo lo posible por descubrir al responsable. Nadie, desde los más humildes criados hasta los nobles, está por encima de la verdad y todos serán interrogados sin excepción. A pesar de los intentos de Catalina, su hija, por suavizar la situación y sugerir que podría haber sido un accidente, Alonso no acepta excusas. Está claro para él que el daño fue causado con violencia y a propósito.
Los interrogatorios comienzan uno por uno, con Alonso adoptando un papel de juez implacable. Primero llama a Lóe, un criado que con nerviosismo asegura no haber tocado el cuadro ni tener motivos para hacerlo. Luego a Curro, quien muestra su desprecio por doña Cruz pero niega que destruir el retrato solucionaría nada. A cada uno, Alonso observa atentamente sus reacciones, buscando la verdad en sus palabras y gestos.
Catalina defiende que ella jamás haría algo tan violento, aunque admite que no siente afecto por su madrastra. Adriano se mantiene frío, asegurando que si hubiera querido hacer algo así, lo habría hecho abiertamente. Cristóbal, el mayordomo, con su calma habitual, asegura que investigará, pero niega haber sido él. Leocadia, con su teatral indignación, intenta desviar las acusaciones hacia sus enemigos, mientras Lorenzo, visiblemente tenso, se defiende con argumentos confusos, negando su implicación pero avivando las sospechas con su actitud.
La situación escala rápidamente. Alonso pierde la paciencia, acusa a todos de mentirle descaradamente y anuncia que nadie saldrá del palacio hasta que el culpable sea descubierto. Amenaza con castigos severos: suspensión de privilegios, reducción de sueldos, confinamientos, e incluso llamar a la Guardia Civil. La casa se convierte en una especie de escena de crimen bajo la vigilancia férrea del marqués.
Mientras los días avanzan, la mansión se sumerge en un ambiente de sospechas, silencio incómodo y miedo. Manuel, en particular, se muestra afectado, contemplando los restos del retrato y pensando en Hann, la persona que quizá tiene mucho que ver con este misterio. Sus ojos se llenan de lágrimas, pero mantiene la compostura y se pregunta si él fue el responsable, si acaso esto es justicia o una forma de expresar lo que todos sienten en silencio.
En medio de esta tormenta, Alonso toma medidas drásticas: convoca a un perito desde la capital para analizar la escena del crimen, ordena sellar el salón para buscar huellas o pistas que permitan descubrir al culpable. Pero justo cuando la tensión alcanza su punto máximo, una voz inesperada corta el aire con una confesión impactante: “Fui yo, marqués. Fui yo quien destruyó el retrato de Cruz y lo haría cuántas veces fueran necesarias.”
Alonso queda paralizado, casi sin aire, mientras se gira lentamente para enfrentar a quien ha osado desafiarlo. Y lo que ve cambia para siempre el curso de la historia: frente a él está Hann, vivo, con su cabello suelto, sus ojos intensos y serenos, una presencia que desafía todo lo que creía saber. La revelación sacude sus cimientos y abre una nueva puerta al misterio, dejando a todos sin aliento.
Hann explica que el retrato no representaba a Cruz, sino todo lo contrario: simbolizaba la mentira, la manipulación y el dolor que se habían impuesto sobre él y la casa. Destruirlo fue su manera de liberar aquello que no podían sacar del corazón. Alonso, incrédulo, intenta tocar su brazo, dudando de la realidad de lo que ve. Hann le dice que lo que él vio fue solo una apariencia, una mentira para mantenerlo dormido mientras la verdad estaba justo delante de sus ojos.
En ese instante, Alonso despierta sobresaltado en su despacho, con el corazón acelerado y la mente confusa. Todo había sido un sueño, pero uno que revela sus miedos y dudas más profundos. El retrato sigue intacto en la pared, y la realidad espera.
La serie deja abierta esta puerta al misterio, invitando a los espectadores a seguir de cerca qué sucederá con Alonso, Hann, Manuel y el resto de personajes en esta lucha por la verdad, el honor y el destino de la casa Carril.