Manuel frente al retrato: el peso de un pasado que no deja respirar
El silencio de los pasillos del palacio parecía acentuarse aquella tarde, como si las paredes mismas estuvieran conteniendo la respiración. En medio de ese ambiente pesado, Manuel apareció con el rostro ligeramente pálido, los hombros tensos y una mirada que delataba que algo lo estaba carcomiendo por dentro.
—Manuel, ¿estás bien? —preguntó con cautela una voz que conocía demasiado bien sus estados de ánimo.
Él asintió de inmediato, con un “sí, sí, claro, claro” que sonó más a intento de tranquilizar al otro que a una verdad plena. Sin embargo, la pregunta que vino después lo expuso sin escapatoria:
—Es por el cuadro, ¿verdad?
Manuel bajó la mirada y respiró hondo.
—No soy capaz de pasar junto a él sin que se me revuelva todo el cuerpo.
Aquella confesión no sorprendió. Era un sentimiento compartido por muchos en la casa.
—Me lo suponía —respondió su interlocutor—. Está todo el mundo muy alterado con esa pintura. Cambia el humor, es como si impregnara el aire.
Pero lo que Manuel reveló después hizo que la tensión aumentara.
—Ayer por la noche… no pude evitarlo. Bajé y estuve unos minutos frente a ella.
—Manuel, ¿por qué hiciste eso? —la pregunta llevaba tanto preocupación como curiosidad.
—No lo sé —dijo él con un hilo de voz—. Supongo que necesitaba pedirle explicaciones… reprocharle… no sé.
Hubo un silencio. Manuel parecía debatirse entre la vergüenza y la necesidad de ser comprendido.
—Debes pensar que he perdido la cabeza.
—No, no. Te entiendo perfectamente —respondió el otro, sin dudarlo.
Manuel se enderezó en su asiento, como si quisiera justificar aquel impulso.
—Decidí enfrentarme a ella, por decirlo de algún modo… aunque ahora, al escucharme, sueno como si no tuviera las ideas claras.
—De verdad, Manuel, que te comprendo. Es normal que se te hayan quedado muchas cosas pendientes que decirle.
Él asintió.
—Sí… y necesitaba hacerlo de algún modo. Menos mal que no pasó nadie por ahí, porque en un momento me puse a hablarle en voz alta al retrato. Si alguien me hubiese visto… habría pensado que estaba loco.
La respuesta fue un suspiro seguido de una frase sincera:
—Mejor que no hubiera testigos. No es precisamente una escena para que anden comentando.
—Pues sí.
—¿Y te sirvió? ¿Pudiste desahogarte?
—Sí. Pude echarle en cara todo el dolor que me ha provocado. Que nos ha provocado.
—Mucho… —corroboró el otro, bajando la voz.
—También le dije que no la perdonaría nunca. No puedo. Que se conforme con el perdón divino, si es que algún día lo obtiene.
—Yo lo dudo —intervino el otro con firmeza—. No se merece el perdón ni de Dios ni de los hombres. Tampoco que gastemos ni un segundo más de nuestras vidas pensando en ella.
La conversación empezó a cargarse de un rencor compartido.
—Por eso no entiendo qué diablos hace aquí ese retrato —replicó Manuel.
—Yo tampoco.
—¿Se sabe ya qué va a hacer padre con él?
—No, no tengo ni idea. Pero si se le ocurre colgarlo en alguna estancia del palacio… te aseguro que no la pisaré en mi vida.
—A mí tampoco me gustaría tenerlo cerca.
Manuel apretó los dientes.
—No puedo estar junto a ella. Se me revuelven las entrañas del odio que me provoca.
—Te entiendo —repitió su interlocutor—. Tranquilo, te entiendo perfectamente.
—Sé que no es consuelo, Curro, pero no somos los únicos que nos sentimos así. Hay un ambiente enrarecido en el palacio… y es por ese cuadro.
La última frase quedó flotando en el aire, como si fuera una verdad incómoda que nadie quería reconocer en voz alta, pero que todos sentían. El retrato no era solo una imagen colgada en una pared: era una herida abierta, una presencia fantasmagórica que recordaba traiciones, dolores y pérdidas. Cada pincelada parecía tener vida propia, capaz de remover las emociones más profundas de quienes la miraban.
Manuel había sentido esa atracción y ese rechazo la noche anterior. Al bajar en soledad, las sombras del pasillo parecían conducirlo inevitablemente hacia la pintura. No había luz más que la tenue claridad que se filtraba por una ventana alta, lo suficiente para que los rasgos en el lienzo se distinguieran con nitidez inquietante. Se había quedado allí, mirándola, como si en cualquier momento fuera a responderle. Su respiración se volvió pesada y, sin darse cuenta, empezó a hablarle, a soltar todo lo que llevaba años acumulando.
Primero fueron reproches contenidos, frases cortas y secas, pero pronto la voz se le quebró y lo que salió fue una mezcla de ira y dolor. Le recordó cada momento en el que había destrozado la paz de la familia, cada engaño, cada humillación, cada lágrima provocada. Y lo más duro: le prometió que no habría perdón posible.
Aun así, cuando terminó, no sintió alivio completo. Solo un cansancio enorme, como si ese enfrentamiento hubiera drenado lo poco de calma que quedaba en él. Al regresar a su habitación, se prometió no repetirlo. Pero al contarlo ahora, comprendía que aquella imagen seguiría persiguiéndolo mientras permaneciera en el palacio.
Curro, que lo escuchaba con atención, compartía esa misma sensación. Para él, el cuadro también era un veneno silencioso que contaminaba el ambiente. No era solo cuestión de recuerdos: parecía que su sola presencia influía en los estados de ánimo, en la forma de relacionarse entre todos. Los criados cuchicheaban, los señores se volvían más hoscos y cada estancia por donde pasaba la conversación sobre el cuadro parecía enfriarse.
El futuro de la pintura aún era incierto, pero ambos coincidían en algo: si permanecía en alguna de las salas principales, no sería solo un adorno inquietante, sino una provocación constante. Manuel lo dijo sin titubear: “Si lo cuelgan, no pienso volver a poner un pie en ese lugar.” Y Curro, con un gesto grave, dejó claro que pensaba exactamente lo mismo.
Esa noche, el palacio se envolvió en un silencio más denso que de costumbre. No había música, ni risas, ni el bullicio habitual del personal. Solo un rumor invisible que parecía emanar de un punto específico: el lugar donde, oculto entre sombras y resentimientos, seguía colgado el retrato.
Lo que ninguno de los dos decía en voz alta, pero ambos sentían, era que el verdadero peligro no estaba en el lienzo… sino en todo lo que representaba. Mientras ese pasado siguiera presente en las paredes, ninguna herida cerraría del todo.