🔍 Y en el próximo capítulo de La Promesa…
Tras el trágico destino de Eugenia, Curro no logra encontrar consuelo. La falta de una despedida lo consume y el dolor lo empuja a hacer una promesa: no descansará hasta descubrir la verdad detrás de lo ocurrido. Lo que comenzó como una corazonada se convierte en una obsesión, y lo que parecía una desgracia aislada pronto revela signos de una conspiración meticulosa.
Desde ese momento, Curro se lanza a investigar por su cuenta. El joven, impulsado por la tristeza y la rabia, empieza a unir las piezas de un rompecabezas que pocos estaban dispuestos a ver. En su búsqueda, encuentra un detalle perturbador oculto en la habitación de Eugenia, algo tan evidente y, a la vez, tan cuidadosamente escondido, que cambia todo su enfoque. Sin perder tiempo, contacta al sargento Burdina. Lo que este confirma es demoledor: hay responsables claros del colapso que sufrió Eugenia antes de lanzarse al acantilado. Y esos responsables tienen nombre y apellido.
La investigación da un giro inesperado y la verdad comienza a tomar forma. Mientras el sargento se pone en marcha, Curro permanece en el palacio, de pie frente al retrato de Eugenia, colgado en un pasillo lateral. Sus ojos están llenos de lágrimas, pero su expresión es de una firmeza dolorosa. La imagen de Eugenia, su ausencia, lo atraviesa. Siente que una parte de él se quebró el día que la perdió. Y ahora, ese vacío se llena con la necesidad de justicia.
El silencio en el palacio es ensordecedor. Los criados susurran, las cenas se vuelven rituales vacíos y la versión oficial —que Eugenia sucumbió a su estado emocional— le resulta ridícula a alguien que la conocía tan profundamente. Fue fuerte, valiente, incluso cuando todos la trataban como una sombra de sí misma.
Pía lo encuentra allí, absorto. “Llevas más de una hora mirando ese retrato”, le dice con suavidad. Él no puede contenerse. “¿Cómo descansar sabiendo que la mujer que más me amó murió así?”, responde con la voz quebrada. Para él, todo apunta a una farsa. No cree en la historia de desesperación. Está convencido de que alguien la empujó a ese límite.
Cuando Pía le pregunta si insinúa que fue inducida, Curro no duda. “Jamás habría hecho eso en pleno uso de sus facultades”, dice. Y entonces revela los nombres que su intuición le grita con fuerza: Leocadia, Lorenzo y Lisandro. Pía, conmocionada, no oculta su sorpresa. Curro explica que Leocadia pasaba horas con Eugenia “cuidándola”, pero en realidad la vigilaba. Lorenzo la quería silenciada. Y Lisandro, el duque, veía en ella una amenaza que debía callarse.
Pía lo escucha con atención, pero le advierte: no puede lanzar acusaciones sin pruebas. Él lo sabe. Pero no piensa quedarse quieto. Si encuentra un indicio, por mínimo que sea, lo usará. Pía, convencida por su convicción, le ofrece su ayuda. Eso sí, deben actuar desde las sombras. Si alertan a los culpables antes de tiempo, todo será encubierto.
Así comienza su búsqueda clandestina. Esa misma noche, con el palacio envuelto en un silencio denso, Pía y Curro se separan en la cena y más tarde se reúnen en secreto. Deciden comenzar por el cuarto de Leocadia, aprovechando que ha viajado a la ciudad. Con una llave antigua que Rómulo le entregó tiempo atrás, abren la puerta del cuarto. Todo está demasiado limpio, demasiado ordenado. “Quien lo guarda todo así, también esconde cosas”, dice Pía.
Exploran con cautela. Curro revisa cajones sin hallar nada relevante. Pía, en cambio, encuentra un compartimento oculto en el armario. Dentro hay frascos vacíos y un cuaderno. Al hojearlo, descubren que es de Eugenia. Las anotaciones revelan cómo, poco a poco, fue perdiendo claridad mental. Se menciona el mismo té cada día, confusión, somnolencia… y una frase: “Me observan. Ya no soy yo misma”.
Eugenia dejó pistas. Sabía que algo no estaba bien. Curro siente una punzada de culpa, pero también una determinación renovada. Deciden buscar más indicios en los cuartos de Lorenzo y Lisandro. Pero deben hacerlo con discreción. Cada paso es una carrera silenciosa contra el tiempo.
Días después, en una mañana cualquiera, Pía aprovecha un momento de soledad para revisar el antiguo cuarto de Eugenia, hoy parcialmente utilizado por Lorenzo. En un rincón oscuro del armario, encuentra una caja cubierta con telas. Dentro, un pequeño frasco de cristal, vacío, envuelto en un pañuelo azul. El corazón se le acelera. Ese frasco podría ser la clave.
Sin decirle nada a Curro, Pía visita a un antiguo boticario del pueblo cercano, el señor Anselmo. Él, tras examinar el frasco, no duda: contenía una sustancia usada para alterar la mente. Provoca confusión, desorientación, pérdida de memoria. Se administra, precisamente, en tés. Pía sale de allí con la certeza de que Eugenia fue envenenada lentamente.
Más tarde, se reúne con Curro y le entrega el frasco. “Era eso. Ella lo escribía todo en su cuaderno. Y Lorenzo tenía esto escondido”, dice él, temblando. Es la prueba que necesitaban. Ya no es una teoría: es evidencia. Y con eso, deciden acudir a Burdina.
El sargento examina los documentos, el cuaderno, el frasco y el informe del boticario. “Esto no fue un accidente. Fue un plan de desgaste progresivo. Una intoxicación deliberada”, sentencia. Horas después, Burdina recorre los pasillos del palacio con guardias. Encuentra a Lorenzo leyendo tranquilo. “Está usted detenido por manipulación y sabotaje con resultado fatal contra la señora Eugenia Izquierdo”, declara. Lorenzo intenta resistirse, pero los guardias lo sujetan. Leocadia observa todo sin intervenir.
“¿Después de todo lo que hicimos juntos me dejas solo?”, le grita Lorenzo. Pero Leocadia no dice nada. Él no tarda en traicionarla: la señala como cómplice. Y también a Lisandro. Los tres participaron, asegura. La conmoción es inmediata.
El marqués Alonso, sorprendido, exige saber la verdad. Curro aparece con Burdina y revela las pruebas. Pronto, Lisandro también es llevado ante ellos. Intenta refugiarse en su título, pero Alonso es claro: “Aquí no hay inmunidad contra la verdad”. Y ordena que los tres sean llevados.
Con los responsables expuestos, la figura de Eugenia comienza a recuperar su lugar. Días después, se celebra una ceremonia íntima en su honor. Curro, con lágrimas contenidas, coloca una flor blanca bajo su retrato. “Ahora sí puedes descansar”, le susurra.