⚔️ ¿Puede decirnos qué está pasando, coronel? – El arresto del capitán De la Mata
En el gran salón de La Promesa, donde el eco de cada palabra retumbaba entre los muros cargados de historia, se produjo una escena que nadie esperaba presenciar. El ambiente, ya de por sí tenso por los últimos acontecimientos, se volvió casi irrespirable cuando un destacamento de soldados irrumpió en la estancia encabezado por un coronel de semblante imperturbable. Sus botas resonaban contra el suelo de mármol como un presagio ineludible. Frente a ellos, con el porte arrogante que lo caracterizaba, se encontraba el capitán Lorenzo de la Mata, rodeado por los miembros de la familia Luján, quienes no salían de su asombro.
Ricardo, el marqués de Luján, tomó la palabra con la autoridad de quien exige respuestas. “Coronel, ¿puede decirnos qué está pasando?”, preguntó con voz grave, consciente de que aquella escena podía suponer un antes y un después en el destino de la casa. El oficial, sin perder la compostura, respondió con una frialdad calculada: “Creo que está bien claro, señor marqués”. Sus palabras cayeron como un golpe seco, pero lejos de aclarar, solo alimentaron la incertidumbre.
Alonso, incapaz de reprimir la indignación, intervino con impaciencia: “Quiero decir, ¿de qué se acusa exactamente al capitán de la Mata?”. Pero el coronel, con un gesto cortés y una ligera sonrisa enigmática, desvió la atención: “Quizá tenga más sentido que sea el propio capitán quien responda a su pregunta. Al fin y al cabo, no dejan ustedes de ser su familia”. Un silencio pesado se apoderó del salón. Todas las miradas se dirigieron al capitán, esperando sus palabras.

Lorenzo, fiel a su naturaleza altiva y calculadora, no titubeó ni un segundo. Se alzó erguido, con una serenidad que rozaba la arrogancia, y habló con voz firme: “Da igual de lo que se me acuse, Alonso, porque soy inocente. Esto no es más que un deplorable malentendido”. Repitió con insistencia aquella palabra: “Un malentendido. Sí. Nada más que un malentendido”.
Sus palabras, sin embargo, no lograban apaciguar las dudas de los presentes. Lo que a ojos de los Luján parecía una acusación grave, él lo reducía a un simple tropiezo administrativo. “Y todo, irónicamente, tiene que ver con mi incondicional dedicación al ejército”, prosiguió, con un tono teatral cargado de falsa modestia. “Si algo se me puede reprochar, es el exceso de celo en el cumplimiento de mi deber. Nada más”.
Las reacciones fueron diversas. Algunos lo miraban con incredulidad, otros con miedo. Pero lo que resultaba más perturbador era la calma insolente con la que el capitán afrontaba su arresto. “No pongáis esas caras tan serias”, dijo, con una sonrisa ladeada que contrastaba con la gravedad de la situación. “Esto acabará pronto. Acompañaré a estos amables soldados, aclararé lo sucedido y limpiaré mi buen nombre. Todo esto no quedará más que en un desagradable percance”.
Intentaba restar importancia a lo que, en realidad, podía ser su ruina. Sus palabras eran una estrategia para sembrar la duda, para hacer creer que nada serio había detrás de la intervención del ejército. Pero en el fondo, todos sabían que si un coronel se había presentado en La Promesa con tropas, aquello distaba mucho de ser una simple confusión.
Con un ademán elegante, Lorenzo pidió al coronel un último gesto de cortesía. “Por mi parte, pueden tomarse un descanso, disfrutar de algún refrigerio, mientras yo recojo mis pertenencias y llamo a mi abogado, siempre que mi coronel lo permita. Estoy seguro de que tendrá esta pequeña deferencia con un compañero de armas”. El tono adulador con el que pronunció la última frase era casi provocador, como si aún intentara imponer su rango y camaradería para suavizar su destino.
El coronel, sin embargo, permaneció impasible. No hubo en su rostro ni un atisbo de complicidad, lo que dejó claro que las órdenes que traía eran firmes y no admitían negociación. El silencio militar que lo envolvía era más amenazador que cualquier acusación explícita.
Los miembros de la familia Luján se miraron entre sí. La incredulidad se mezclaba con el temor. ¿Qué podía haber hecho el capitán para desatar una intervención de tal magnitud? Ana, desde un rincón, sintió que la sangre se le helaba. Aquella escena no solo confirmaba sus sospechas sobre el carácter turbio de su esposo, sino que abría una rendija de esperanza: tal vez la justicia se encargara de lo que la familia sola no podía resolver.
Samuel, presente pero silencioso, percibió de inmediato la oportunidad. Si el ejército tenía motivos para apresar al capitán, quizás aquellos mismos motivos podrían servir como pruebas para apoyar el plan del marqués Ricardo de liberar a Ana de aquel matrimonio opresivo. Sin embargo, sabía también que era un terreno peligroso: un hombre como Garcés o como Lorenzo jamás se rendiría sin antes hundir a todos a su alrededor.
Mientras tanto, la tensión en la sala crecía como una marea contenida. El contraste entre la frialdad del coronel y la arrogancia del capitán creaba un clima sofocante. Cada palabra de Lorenzo sonaba como una provocación disfrazada de calma. Sus intentos por minimizar la situación no lograban convencer a nadie. Al contrario, dejaban en evidencia que el hombre, pese a su máscara de seguridad, estaba acorralado.
El coronel, tras concederle unos instantes, dio la orden de proceder. Dos soldados se adelantaron para escoltar al capitán. Lorenzo, lejos de mostrar miedo, sonrió con desdén, como si quisiera dejar grabada en la memoria de todos una imagen de control absoluto. “Nos veremos pronto —dijo con voz firme—, y cuando todo esto quede en nada, espero que recordéis quién estuvo de mi lado y quién no”.
Esa última advertencia, velada pero contundente, resonó como una amenaza entre los presentes. Porque todos sabían que, si lograba salir indemne de aquel proceso, su venganza sería implacable.

La escena terminó con la marcha del destacamento y del capitán, dejando tras de sí un silencio sepulcral. Los Luján permanecieron en pie, inmóviles, procesando lo ocurrido. Lo que había comenzado como una tarde tranquila en La Promesa se había convertido en un capítulo decisivo de su historia.
La captura de Lorenzo de la Mata no era un malentendido, como él proclamaba. Era la apertura de un proceso que pondría en evidencia sus secretos más oscuros. Y aunque él intentara proyectar una imagen de inocencia y camaradería militar, la verdad estaba a punto de salir a la luz. Una verdad que no solo amenazaría su honor y su carrera, sino que sacudiría los cimientos mismos de La Promesa.
La familia, los criados y todos los que presenciaron la escena sabían que aquel arresto no era un final, sino el inicio de un enfrentamiento mucho más grande. En los jardines, los ecos de los pasos militares se mezclaban con el murmullo del viento, como un presagio de las tormentas que aún estaban por venir.
Porque cuando el capitán de la Mata salió escoltado entre soldados, no solo se llevaba consigo el peso de las acusaciones. Dejaba en La Promesa una estela de miedo, dudas y expectativas. Y en cada rincón del palacio, desde las habitaciones nobles hasta las cocinas, no se hablaba de otra cosa: ¿qué secretos ocultaba el capitán? ¿Y hasta dónde llegaría el escándalo que estaba a punto de desatarse?
La respuesta, como siempre en La Promesa, no tardaría en revelar que nada es lo que parece, y que cada movimiento del destino tiene un precio que todos, tarde o temprano, deberán pagar.