Disculpe… un abuelo, una conversación y verdades que duelen
El salón estaba en calma, iluminado por la luz suave de la mañana. Adriano no esperaba encontrar a nadie allí, y por eso se sorprendió al ver al marqués sentado en un sillón, rodeado de los niños, que reían y jugueteaban a su alrededor.
—Disculpe… —comenzó Adriano, con un tono entre tímido y sorprendido—. Perdón… no sabía que estaba aquí.
El marqués sonrió con ese gesto sereno que sólo los abuelos saben tener.
—Los niños estaban con Teresa cuando llegué, pero le pedí que me concediera el capricho de quedarme un rato a solas con ellos. Usted sabe que puede quedarse el tiempo que necesite.
—Gracias —respondió Adriano, observando a los pequeños—. Ahora mismo… son la luz de mi vida.
El marqués asintió con ternura.
—Es increíble lo frágiles que parecen, ¿verdad?
—Sí —dijo Adriano—, pero cuando menos lo imaginemos serán fuertes como árboles.
El marqués acomodó a la niña en su regazo.
—Vamos a ver, pequeña… aquí, así… —y mientras lo hacía, añadió—. ¿Sabe qué ocurre? Que a veces las cosas más frágiles son también las más valiosas. Como las relaciones, por ejemplo. Son delicadas, pero son lo mejor que tenemos.
Adriano bajó la mirada, sabiendo que el comentario no era casual.
—Ya veo que está usted al tanto de que Catarina y yo… no atravesamos nuestro mejor momento.

—Es difícil esconder algo así —respondió el marqués, sin dureza, pero con sinceridad—. Sé que hace días que no dormís en la misma alcoba.
—Eso es un asunto personal, señor.
—Lo sé. Y por supuesto no quiero meterme en vuestras vidas… pero si puedo ayudar en algo, cuente con ello.
Adriano suspiró.
—No sé de qué manera podría ayudarme. Yo sé que todavía me siento un extraño en esta casa… y que no siempre me han puesto las cosas fáciles.
El marqués lo miró con honestidad.
—Intento repararlo ahora. Lo único que quiero decirle es que usted y mi hija tienen más entendimiento que la mayoría de los matrimonios.
Adriano no pudo evitar esbozar una leve sonrisa.
—Yo admiro a su hija sobre todas las cosas. Es la persona más inteligente que conozco. Valiente, generosa… lista.
—Doy fe de ello —asintió el marqués.
—Admiro la forma en que ayuda a los débiles… cómo los protege, los defiende como si fueran parte de su propia familia.
El marqués dejó escapar un suspiro.
—Soy perfectamente consciente de las cualidades que tiene… pero a veces actúa sin medir las consecuencias. Es muy impulsiva. Para bien o para mal, así es ella.
—Usted ha sufrido hace poco su fuerte carácter… —continuó—. Me refiero a cuando le amenazó con llevarse a los niños de la Promesa.
Adriano bajó la cabeza.
—No fue agradable. Y lo siento mucho. Cuando me lo dijo, yo no estaba al tanto, pero le aseguro que haré todo lo que esté en mi mano para que no le separen de su nieto.
Hubo un instante de silencio, roto sólo por las risas de los pequeños. El marqués habló entonces con voz más baja, cargada de nostalgia:
—A veces… pienso en la alegría que se habría llevado mi padre… Sí, si hubiera conocido a un nieto. Estoy seguro de que estaría muy orgulloso.
Adriano asintió con respeto.
—Pero usted es el único abuelo que ellos tienen. Lo van a necesitar, señor marqués.
El marqués se quedó mirándolo fijamente antes de confesar:
—He de decirle que, cuando lo conocí, estaba muy lejos de ser el yerno ideal.

Adriano arqueó las cejas.
—No me diga… no lo sabía.
—Pero ahora —continuó el marqués, sin apartar la vista— estoy convencido de que es el mejor compañero de vida que mi hija podría tener.
Adriano se quedó sin palabras.
—Gracias.
El marqués se incorporó ligeramente, como quien quiere subrayar sus palabras.
—Ponga todo su empeño en solucionar las cosas con ella.
El ambiente se llenó de una mezcla de afecto y advertencia. Era un mensaje claro: la familia, como las relaciones, es frágil… pero también irremplazable. Adriano sabía que esas palabras no eran sólo un consejo, sino también una advertencia de lo que podía perder si no actuaba a tiempo.
Los niños, ajenos a la tensión adulta, seguían jugando, como si nada pudiera romper su mundo perfecto. Pero en el fondo, tanto Adriano como el marqués sabían que cualquier ruptura entre él y Catarina acabaría por afectarles. Y eso era algo que ninguno estaba dispuesto a permitir.
La música suave que flotaba desde otra estancia parecía envolver la escena, como un recordatorio de que la vida en la Promesa estaba hecha de instantes así: conversaciones sinceras, gestos de ternura… y la esperanza de que, pese a los conflictos, la familia pudiera mantenerse unida.