Acertaron entonces en cocinas con el plato exótico… y el golpe inesperado contra Lorenzo

El ambiente en el salón de la Promesa amanecía con un aire relajado, casi festivo, mientras los invitados y miembros de la casa se reunían para compartir el desayuno. Aquella mañana, las miradas y las conversaciones giraban en torno a un detalle culinario que había sorprendido gratamente a todos: el tallín de cordero que se había preparado en honor a uno de los presentes. Un plato exótico, con aromas intensos y especias cuidadosamente equilibradas, que evocaba los sabores más auténticos del norte de África.

Uno de los comensales, todavía con el recuerdo vivo del primer bocado, no pudo evitar comentarlo: parecía idéntico al que había probado en Fez. La curiosidad surgió de inmediato: ¿acaso había algún cocinero rifeño trabajando en las cocinas de la Promesa? La respuesta, con un toque de misterio, fue negativa. Sin embargo, alguien deslizó que las cocinas del lugar guardaban secretos, algunos ya revelados y otros que permanecían bien escondidos.

Se habló entonces del cambio más reciente en el personal. López, considerado el cocinero más innovador de la casa, había dejado su puesto principal para convertirse en Cayo, desempeñando otras funciones a petición del señor Ballesteros, el mayordomo. Aun así, cuando la ocasión lo ameritaba, se le permitía intervenir con anotaciones o sugerencias para perfeccionar un plato especial. Y aunque López ya no estuviera al frente, la calidad de la comida no había disminuido: doña Simona y doña Candela, las cocineras, eran tan competentes que cualquier comida se convertía en una experiencia memorable.

Resultaba llamativo —y hasta pintoresco— que en aquella casa se refirieran a las cocineras por sus nombres propios. Para algunos, era una costumbre innecesariamente cercana, impropia del protocolo aristocrático; para otros, un gesto de humanidad que reforzaba los lazos entre la servidumbre y la familia. El capitán, presente en la mesa, pareció asentir con cierto desgano. Murmuró que el tallín estaba delicioso, aunque, para su gusto, no había nada que superara la cocina española tradicional.

En ese momento, Lorenzo fue interpelado: parecía algo despistado, con la mirada perdida. Se le recordó que pasaba buena parte del día encerrado en la biblioteca, absorto en sus asuntos, con la única compañía de Ángela. La observación arrancó alguna que otra sonrisa, pero no hubo tiempo para prolongar el tema.

La conversación se interrumpió cuando alguien pidió disculpas por la tardanza y explicó que Martina, por un imprevisto, no podría unirse al desayuno de inmediato. No era nada grave; se encontraba bien y bajaría en cuanto le fuera posible.

Entonces alguien preguntó por Leocadia. Su ausencia resultaba aún más llamativa: no era habitual que se perdiera el desayuno, y menos sin avisar. La explicación fue que, al bajar, la habían visto aún terminando de arreglarse, así que probablemente no tardaría en aparecer. Pero otra voz añadió que, según parecía, sus obligaciones la reclamaban junto a Fuentes.

Fue entonces cuando el ambiente cambió. Una frase, dicha con aparente calma pero cargada de tensión, cayó como un golpe seco sobre la mesa:
—Pues yo pienso que no vienen a por mí. En realidad, estos militares vienen a detener al capitán De la Mata.

Las palabras, dirigidas con precisión quirúrgica, helaron el ambiente. Los rostros se endurecieron, las miradas se clavaron en Lorenzo, que, por un instante, pareció no comprender. El marqués, incrédulo, pidió que repitiera lo que había oído. Y la respuesta no dejó lugar a dudas:
—Lo que ha oído, señor marqués. Don Lorenzo tendrá que rendir cuentas de sus acciones ante un tribunal militar, en un consejo de guerra.

Un silencio tenso se apoderó de la sala. El tintineo de las tazas y el aroma del café parecían, de pronto, absurdamente fuera de lugar. Todos comprendieron que la reunión ya no giraba en torno a un plato exótico o a la cercanía con las cocineras, sino a un hecho grave que ponía en juego el honor, la libertad y quizá la vida de un hombre.

El capitán De la Mata, que hasta hacía unos minutos parecía distraído, ahora permanecía inmóvil, observando a los presentes. Era evidente que las piezas de un ajedrez mucho más grande se estaban moviendo, y que él era el objetivo central. Lo que para algunos podía ser una sorpresa, para otros tal vez era la consecuencia de rumores que habían empezado a circular hacía tiempo.

Las alusiones a sus constantes encierros en la biblioteca cobraban ahora un nuevo matiz. ¿Acaso aquellos “negocios” en los que estaba tan enfrascado eran inocentes? ¿O había algo más, algo que justificara la presencia de militares dispuestos a llevarlo ante un consejo de guerra?

La noticia caía en un momento delicado. La Promesa, que tantas veces había sido un refugio de intrigas y secretos, se encontraba de nuevo en el ojo de la tormenta. La comida exquisita y las costumbres pintorescas quedaban relegadas ante el peso de la acusación. Era evidente que este desayuno pasaría a la historia de la casa no por el tallín de cordero, sino por ser el día en que la sombra de un proceso militar entró por sus puertas.

Mientras tanto, algunos intercambiaban miradas cargadas de significado. Había quienes ya intuían que aquello no terminaría en una simple formalidad; un consejo de guerra no se convocaba a la ligera. Los cargos debían ser serios, y las consecuencias, potencialmente devastadoras.

A lo lejos, la música que acompañaba las rutinas de la casa sonaba como un eco distante, incapaz de suavizar la tensión. La Promesa, una vez más, se preparaba para un capítulo donde la lealtad, la verdad y la supervivencia se pondrían a prueba. Y el capitán Lorenzo de la Mata, sin proponérselo, se había convertido en el protagonista absoluto de esta nueva batalla.